jueves, 28 de octubre de 2010

NADA

Hiere el todo,
mata el nada.
Susurros, gritos,
y a mordiscos desgarran las palabras,
y ya no creo en
NADA...
todo o nada...
Nada escondo, todo estalla,
será difícil llegar
a más mañanas.
Encuentra, busca,
dispara,
que nunca sabrás
NADA...
que la rabia sólo sabe
de bonitas
falsas
estafas...
NADA...
...que perder,
ni sudores fríos
para húmedas almohadas...
NADA...
Ya no quiero, ya no tengo
NADA...

El buitre multicolor engulló a la abeja maya

Toda una tarde sentado ante una televisión que no le decía nada. Un cubo de plástico, vidrio, chatarra y cables, muchos cables que transmitían basura comprimida en altas dosis.

El tiempo pasaba indescriptiblemente rápido, e indescriptiblemente lento, y todo a consecuencia de alguna especie de hechizo que hacía que una pantalla parpadeante absorbiera toda la atención, convirtiéndose en el centro de un mundo que ya era incontrolable.

Aquel hombre, uno de tantos, había sido demacrado, sumido en una pequeña y personal decadencia, lenta pero efectiva, propiciada por un trabajo monótono, como casi todos, y propulsada por aquel depósito de mentes aturdidas.

¿Qué echaban en aquel momento? ¿En qué canal?

¿Qué importaba?

Todo era lo mismo, más de lo mismo, la repetición hasta la saciedad de idéntica mierda glorificada y adorada como si de ídolos prehistóricos se tratase.

Y allí seguía, en aquel sofá símbolo de la comodidad más absurda, de esa que te aliena como persona y como librepensador, con su culo blando y blanco, carne de maricas, hundido en un cojín desinflado como las tetas de una vieja.

Su vida, o su concepción de vida: siempre un círculo semejante al que trazan los perros al tratar de morderse el rabo; se levantaba, eso sí, temprano, bien temprano, iba a trabajar, volvía a casa, televisión, televisión, televisión, televisión… cama; y vuelta a empezar.

Y dicen que la televisión fomenta el arte…

Más bien es la destrucción del arte, un arma creada para controlar, el nuevo perro pastor. La Iglesia pierde fuerza, había que crear otra cosa, y la crearon. Y el arte agoniza. Qué tiempo queda para dejar volar la imaginación y la propia capacidad. Cerebros dormidos no crean. Cerebros que no crean, cerebros que permanecen sedentarios, por siempre anti-subversivos.

Pero a pesar de todo aquel hombre, barbudo, rechoncho, de piel blanca y pelo rubio, casi castaño, ojos verdes y sangre de horchata, seguiría allí pasmado mientras le quedasen fuerzas.

Cada vez que le veía pensaba «joder, sólo le falta un hilillo de baba recolgando de la barbilla». Y era tan triste…

Y la vida tan corta que da asco.
Siempre, claro está, quedaba algo de tiempo libre por cubrir: ordenador, videojuegos, lo de costumbre para una vida aburrida. No podía estar continuamente pegado a la televisión, había que cambiar.

A veces llegaba incluso a oler mal. Estaba largos periodos de tiempo sin ducharse por miedo a perderse el inicio del siguiente programa. O simplemente quedaba absorto, sin pensar en nada, ni en el mundo de la televisión, ni en el de fuera, simplemente allí, sentado, mirando una caja hueca, vacío.

Lamentable.

Yo vivía con él, sí, es cierto. Y no lo comprendía. Era lo más absurdo que había visto en mi vida… y mira que he visto cosas absurdas.

Yo pasaba el tiempo ―o el tiempo me pasaba a mí, según se mire― encerrado en mi habitación, siempre, sin excepción, con la puerta cerrada. Allí encendía la mini cadena, normalmente con algo de música rock, preferentemente en inglés, para no centrar mi atención en la letra y poder captar la esencia de la melodía. Después, casi de manera ritual, encendía una vela, que siempre colocaba a mi izquierda, y abría el ordenador portátil. Podía pasar horas allí escribiendo, parando para tocar algo con la guitarra ―o intentarlo, trataba de aprender―, leer un rato o incluso dibujar. A veces pensaba que mi actitud era casi tan obsesiva y sedentaria como la suya. Y no estaba del todo equivocado, pero hay una diferencia: para escribir primero tienes que pensar ―me lo dijo alguien―, y para pensar tienes que alejarte de todo ese mundo de hipnotismo colorista.
A veces, sobre todo cuando el disco pasaba de una canción a otra, oía la televisión encendida, y la programación iba cambiando a lo largo del día, pero siempre era la misma mierda.

Y él permanecía allí sentado, comiéndose aquella mierda con los ojos.

Bonita forma de tirar toda una vida, o parte de ella, a la basura. El tiempo es demasiado rápido para perder horas ante un televisor.

Pero eso era incomprensible para él, su tiempo se dividía en franjas horarias televisivas, en horarios de mayor o menor audiencia, programación de mañana, tarde y noche. Auténtica y completa dependencia de la industria de la imagen.




No se ni cuantos días pasaron ―yo también había perdido la noción del tiempo; tenía el sueño cambiado, no dormía por las noches y dormía poco durante el día, todo por la obsesión de escribir y por los demonios que se instalaron en mi cabeza y que cada día clavaban sus garras allí donde habitan los sentimientos― hasta que un día estalló la bomba.

Él estaba, como de costumbre, sentado ante la televisión, comiendo ―debían ser más o menos las tres de la tarde―. En la televisión aparecía un señor, o un grandísimo come mierda, explicando con toda tranquilidad cómo un incendio había arrasado un bloque de pisos y habían muerto diecisiete personas. Qué típico.

Yo no se si saboreaba la comida, o simplemente la engullía mientras su mirada permanecía en la pantalla, ajena al resto del mundo.

El caso es que, pasados unos minutos de la aparición de las imágenes del edificio en llamas, la señal se fue. En la pantalla tan solo se veían pequeñas moscas grises arrejuntadas y en plena orgía.

Primero dominó la situación el silencio, tan solo interrumpido por el zumbido de la niebla.

Me sorprendió su expresión. Estaba relajada, serena. Sus ojos, algo humedecidos, no expresaban nada. Sólo esteticismo.

Se levantó, muy despacio, sin mirarme a mí, que estaba apoyado en el marco de la puerta del salón, y se acercó a la televisión. Primero hizo lo que cualquier persona sin unos conocimientos básicos de electrónica haría, comprobó que los cables estaban en su sitio y dio unos golpecitos a la caja. Nada. La imagen seguía igual. Desconectó el cable de la antena y volvió a conectarlo. Nada.

Por un momento entrelazó las manos detrás de la cabeza, formando una cómica imagen, y permaneció allí de pie, sin saber qué hacer.
―Esto… esto… esto… esto… ―era lo único que dejaba escapar entre unos labios secos y casi cerrados.

Comenzó a ponerse rojo, completamente rojo, como el capullo de una polla en erección. Su expresión era ahora más tensa. Todos los músculos de su cara se encontraban estirados. Resultaba hasta gracioso.

En mi vida había visto una imagen igual. Me sorprendió como una persona puede llegar a perder la cabeza por algo tan superfluo.

«Ojalá estudiara la carrera de psicología, podría hacer mi tesis con él», pensé con sorna. Podría parecer cruel reírse de él en esa situación, pero era imposible no hacerlo. ¿Quién no lo haría?

Pronto empezó a andar de un lado para otro de la sala, rodeando la mesa y llevándose esporádicamente las manos a la cabeza. No las dos a la vez, sino alternativamente, como si hubiera perdido la capacidad de coordinación.

Al verle hacer eso no pude evitar imaginármelo follando. Eso debía ser muy, pero que muy gracioso.

Pero ese es un tema que es mejor no tocar.

He de reconocer que había algo en su especie de “danza” de crisis nerviosa que me hipnotizó. No podía dejar de mirar cómo su barriga, reblandecida y fofa, bailaba de un lado para otro según caminaba y, sobre todo, al girar para coger la curva que hacía la mesa.

Y no pude evitarlo, estallé en carcajadas. Cualquier otra persona se habría ofendido, o se abría unido a las risas. Pero él ni siquiera me miró. Eso me desconcertó. ¿Sabía que yo estaba allí? Era extraño. Parecía sumido en su propio submundo. Eso no podía ser bueno.

De pronto, y sin motivo, comenzó a reírse ―y digo sin motivo porque yo hacía rato que ya no reía, no podía haberle contagiado―. Aunque su risa no era… no se… no era normal, natural. Era nerviosa, histérica quizá, como si el único medio que hubiera encontrado para expresar todo lo que sentía fuera la risa.

Y así estuvo durante al menos un cuarto de hora ― sin exagerar―, riendo sin parar con carcajadas agudas y chillonas como las de una vieja en celo.
Llegó un momento en que pesé incluso en llamar a una ambulancia. Pero justo entonces, como si me hubiera leído la mente, paró en seco. No fue un alto progresivo como cuando te da la risa tonta y no puedes parar de reír. Fue cosa de un instante, una milésima de segundo. Como si hubiera estado riéndose todo ese tiempo por propio gusto, sin tener ganas de hacerlo. Sólo por hacer algo.

Era el tío más raro que había conocido nunca.

No se que era peor, si la risa o lo que vino después. De repente comenzó a golpear la televisión, pero no la parte blanda de plástico, sino el duro vidrio de la pantalla. Por eso, a los tres o cuatro puñetazos ―estaba demasiado sorprendido como para contarlos― tuvo que parar porque le dolían las manos, y no sólo los nudillos. Normal.

Pero esto no acabó aquí. La mala experiencia con el vidrio le hizo comprender que sería más productivo golpear la parte de plástico, así que se puso a ello, y no tardó en partirlo, creando una fina grieta que recorría todo el lateral derecho del aparato.

Traté de agarrarle, sujetarle antes de que se hiciera daño ―la televisión me importaba una mierda, la verdad―, pero me fue imposible. Así que decidí dejarlo hacer. De todas maneras, me divertía, para qué negarlo.

Aún no había llegado lo más gracioso. Como en un acto solemne, salió lentamente por la puerta ―tuve que apartarme si no quería ser arrollado― y volvió con una tiza. Arrancó los cables del televisor y lo puso encima de la mesa. Entonces comenzó a pintar sobre el plástico multitud de pollas en erección, con sus dos cojones incluidos, cómo no, como un niño que acaba de descubrir que se le empalma si ve imágenes de mujeres desnudas.

Todo aquello era de lo más absurdo. Y lo peor era que no podía dejar de mirarlo. Aquel pobre individuo estaba viviendo en sus propias carnes su propia comedia televisiva. Era tan extraño verle ahí, encorvado, pintando falos en una televisión…

La patética situación me hizo pensar en lo extraña que la vida, y, en concreto, la mente humana. Nunca sabes qué va a pasar por esa masa de mierda arrugada y reblandecida que llaman cerebro. Eso hacía que la existencia no fuera tan monótona y aburrida, y él tenía demasiada monotonía acumulada, de la que se estaba deshaciendo de golpe. Por eso era mejor dejarlo. De que terminara el ritual, seguro que volvería a la normalidad.

El asunto era cada vez más digno de ser grabado en video, aunque la sorpresa me impidió darme cuenta de ello. Cuando recubrió todo el aparato de las pueriles pintadas, volvió a levantarse, dejando la tiza tirada en suelo. Fue a la cocina, y oí cómo corría el agua al abrir el grifo. Poco después volvió con un cubo lleno de agua y un trapo. Trasladó la televisión al suelo, se arrodilló y comenzó a limpiar sus propios dibujos. Una vez más me quedé pasmado. La locura se supera a sí misma a cada momento.

Y llegó por fin el último acto de una comedia que ni Aristófanes habría ideado. Abrió la ventana de la sala de par en par, subió la persiana y descorrió las cortinas.

«Querrá tomar un poco el aire después de tanto trabajo», me planteé.

Pero, una vez más, estaba equivocado. Fue impactante ver como se agachaba, agarraba la televisión con las dos manos, apoyando parte del peso contra el pecho, y la tiraba por la ventana. Sí, no me he equivocado. La tiró por la ventana como quien tira una colilla.

―¡Ha gritado como una vieja acojonada porque se ha suicidado! ¡Ha gritado como una vieja!
En parte, aquello que gritó era un desvarío, pero por otra parte era cierto. Sí que se había oído un grito. Me asomé corriendo a la ventana y vi, dos pisos más abajo, a una mujer, ya anciana, tendida en el suelo y sangrando por la cabeza. No se movía. La televisión estaba esparcida en varios pedazos alrededor del cuerpo de la anciana.

Pero ahí no acabó la cosa. Aquel colgado remató la escena arrojando el cubo de agua también por la ventana, con cubo incluido, y dejando empapado el cadáver.

Entonces yo no pude hacer otra cosa que mirar de un lado para otro, impactado. Primero a aquella pobre vieja que sólo pasaba por allí, quizá dando un paseo, sin tener nada que ver. Después miraba a aquella persona a la que ya no reconocía. Se había sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y parecía meditar en alguna especie de torpe imitación de posición budista.

Todo aquello era una locura.

Era absurdo.

domingo, 24 de octubre de 2010

Recuerdos

Esto no es más que un recuerdo, un rastrojo del alma que permanece colgando de las lágrimas cuando muere quien fue una gran parte de tu vida, un motivo de alegría, de risa. Compasión, perdón, silencio en los malos momentos, sonrisa cuando el mundo gira demasiado rápido. Me dolió perderla, pero sigue viva mientras una parte de su alma viva en la mía. Gracias por existir abuela, y perdón no ser lo que debí ser.

Tu sangre se dibuja
sobre el mármol negro.
Entre flores de papel
de corazones agrietados
nadan sin ansia todos tus recuerdos.
Y quien vive sin saber qué es vida
te llora,
corazón sonriente.
Que no se pueden cerrar heridas sangrantes...
la sangre del sur,
el murmullo inerte
de un lugar de silencio
se cruzan,
me dejan verte.
Y hoy, un día cualquiera,
me falta la fuerza
para decir "te quiero",
que se echa de menos
a quien dio cobijo
y me robó la muerte.
Que día tras día me falta ese abrazo
que sin yo pedirlo
supiste regalarme.
Que no espero tanto,
no espero riquezas
ni saber cuándo,
ni cómo,
tanto vacío me hará pedazos.
Gracias por el tiempo
que diste a mis manos,
y perdón por no estar
cuando se borró la agonía
de tus ojos asustados.
Por siempre mi alma
te seguirá llorando...

jueves, 21 de octubre de 2010

Regalo al corazón de Marte

Creí en el mundo,
soñé la vida desencajada
del marco epectante.
Di patadas al polvo
y sólo removí mierda,
y con el odio vino,
de resaca,
la histeria.
Y con la envidia cayeron puñales
que cortan y desgarran,
porque pueden,
mil gargantas resecas.

Me contaron el secreto
de comer malas miradas
que se siembran en las aceras.

Esquivo...
Sangrante...
Inútil...
Cobarde...
Bala que estorba...
Expectante...

pero por mucho que rayaba
y apedreaba cristales,
las cenizas,
los rosales,
no duele menos el tiempo
sin tu luna latiendo,
tu corazón de Marte.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Valor

Mirándome desde tu
torre inclinada.
Salta y vuela,
que el miedo no vencerá
a la tierra
fría,
reseca,
muerta...
salta...
a qué esperas...

Incertidumbre

¿Cómo se calla a las manos
cuando son ciegas las piernas?
¿Dónde ver los ríos
inundar las cubiertas
de bestiales mareas?
Donde cabalgan los niños
a la sombra de los galgos,
donde el que tiene todo pierde
y siempre camina descalzo.

Miedo

Mira dónde viven tus miedos,
acechan y sienten,
no importa, si mides la conciencia
con sus gritos, su agonía,
su riqueza que es pobreza
porque el alma no se vende
en mercaos en las aceras.

Libertad

Baja, nube, de tu incómoda
anchura,
que naciste libre,
morirás despierta
pidiendo a los silencios
que por divina locura
se bajen
la bragueta.

martes, 19 de octubre de 2010

¿Dónde?

Camino desierto el del desierto
silencio,
marchito silencio,
y nubes, claridad donde el genio perdió el norte, el
miedo no es eterno
y no vuelan amores que cuelgan del misterio en ramas
de nogales mutilados,
y allí vaga una mente apuñalada por el filo
de la ira, por el tiempo en amapolas
de capullos cerrados.
Aquí yacen los gritos
que nunca tocaron cielo,
aquí sangran las yemas
de tristes, patéticos, encayecidos dedos
que arañaban las paredes
cuando estallaban los delirios
de los corazones muertos.

lunes, 18 de octubre de 2010

Alma y vida


La noche vuela, como siempre, sobre el balcón empedrado. Como voló mi conciencia, como voló mi vida, como voló aquella sombra, a veces creciente, a veces menguante, que habitaba allá al fondo de mi cabeza, donde nada importa, pero todo tiene un valor. Donde hasta el rayo de ingenuidad más microscópico puede procrearse y generar la esperanza.
Pero a quién le importan los desvaríos de un caído.
Aquella barra, pegajosa, húmeda, opaca pero a su vez translúcida. Absorbe, vuela y genera desequilibrio. Fue oscuro el camino, todos podemos estar agradecidos, todos podemos estar de acuerdo.
Y allí estaba el alma apuñalada, el alma rota, saliendo por mi boca, desbordando basura, mierda, deshechos y retazos de mi mismo. Escupiendo a la vida se muere sangrando. Y sí, luché por oportunidades, mordí la locura, me agarré a clavos que jamás dejarán de arder y todo estaba allí, en un lunar; bailaba, se agitaba, movía vientos, y era solución en sí mismo. Vida propia, autonomía, y su sonrisa fue sincera. Y corrió el bigote del tiempo, y se rió en mi puta cara. De cabeza contra la tierra.

Lágrima y tormenta


Se agita, el mundo tiembla,
la roca, sonrisa, atrapa nieblas perfumadas
por el alpiste.
Aquí tienes tu pánico,
exprime,
que un corazón quemado sigue esando vivo,
que no podrán cortar jamás,
-descabellado-,
la rama del olvido.
Carencia, afecto, quien entiende,
quien disputa
entre jaques y quimeras
la vergüenza de vivir sobre los nidos
y dañarse sin mas mierda
que el deseo de ver cumplido
el silencio en la
tormenta.

martes, 23 de febrero de 2010

Abstinencia

Está ahí,
vive y se retuerce
dando cabida
a la mayor de las vergüenzas,
no duerme,
no respira,
no come,
no baila,
no sueña,
sólo contamina mi alma
deshecha,
sólo escucha la llamada
de la puta miseria,
se sirve,
pero no se alimenta,
destruye,
pero no toca,
infecta.
¿Dices que qué es el mono?
Aquí tienes la respuesta.
Disfruta...

Marabunta

¿Quién dice haber visto un cáncer?
¿Quién dice saberlo todo
sobre la muerte?
¿Quién vive bajo tierra rodeado
de gusanos?
De apestosos gusanos,
mundo lleno,
mundo vacío,
¿Dónde está la diferencia?
¿Dónde habita el camino
de señales obsoletas?
¿Dónde duermes,
marabunta?
¿Dónde duermes
que no despiertas?

Sobredosis

Hay razones para todo,
hay suspiros por melancolía,
el tren partió,
cuéntame qué es ahora tu vida,
cuando el abrazo más cálido
que jamás recibiste
sobrevive en una jeringa.
Y así las noches,
y así los dias,
despegaron hace tiempo;
cuerpo a tierra
bombardeo de luces,
pisadas huecas,
el suelo se hunde,
el rumor despierta,
la sangre, caliente,
bombeará las aceras.
Sobredosis...

Le llaman poesía

Le llaman poesía al miedo,
le llaman poesía a la vida,
le llaman poesía al recuerdo,
le llaman poesía a la histeria,
le llaman poesía a la risa,
le llaman poesía al silencio,
a la miseria llaman poesía,
a corazones rotos
que no tienen más cabida,
a ilusiones muertas,
a heridas abiertas,
a cicatrices malditas,
a miradas inciertas,
le llaman poesía...
¿Por qué?
¿No lo recuerdas?

jueves, 18 de febrero de 2010

Delirio

Hoy un charco regará mis flores
y una hoguera quemará mis miedos.
Lucha eterna, y siempre podrido
el camino de la destreza.
Huye, y muere, el fugitivo.
Silencios cortantes, cuchillas marcadas
a hierro por un alma candente.
Ahogado en los vasos más pequeños
de la tristeza,
hoy no tuve razones para nadar.
Dormí sentado, es un tramo
demasiado largo.
Prisa por salir de la botella
en la que entré a escondidas,
amparándome en sombras
que hoy me siguen.
No encuentro mi estrella,
y las noches, al perder la partida,
se volvieron más largas.
Encontré un buen escondite
donde gritarle al alba,
donde vaciar mis lágrimas
e inundar, así, los jardines más prohibidos.

Las monjas también follan

Era un hombre solitario. Siempre lo había sido. Pero aún vivía con mi madre. Y ahí me encontraba yo, en un convento de monjas, de recadero, a comprar dulces.

Estaba en una habitación oscura, amplia, fría, de piedra. Me intimidaba. En todo lo alto del muro principal, un enorme crucifijo con el cristo más feo que había visto en toda mi vida. Me dieron ganas de taparle la cara con algo. Era ofensivo. Odiaba la manía masoquista cristiana de colgar por todas partes a un tipo crucificado y sangrando por el costado. Es algo desagradable. Quizá a ellos les excitaba, nunca lo comprendí, ni llegaría a comprenderlo.

En una de las esquinas había una especie de ruleta al otro lado de la cual se suponía que estaba la monja de los dulces. Me acerqué a ella y grité:

–¡BUENOS DÍAS!

–No grite tanto, le oigo perfectamente –respondió la voz de la monja. Era una voz de ultratumba, acompañada por un siniestro eco que rebotaba en las paredes. Yo estaba de resaca, y empezaba a ponerme nervioso.

–Quiero una docena de magdalenas –dije.

–Su voz suena agradable.

–¿Es esto normal?

–¿El qué?

–Esto. Que una monja diga esas cosas.

Durante un rato nadie contestó. A mi derecha se abrió una puerta gruesa de madera. Estaba muy carcomida y produjo un irritante chirrido al deslizarse.

–Pase –dijo la voz del eco.

Obedecí. No sabía cómo iba el asunto. Nunca había comprado dulces en un convento. Al otro lado de la puerta estaba la monja, toda cubierta por unos hábitos marrones y una especie de gorro blanco que le cubría toda la cabeza. Sólo llevaba descubierto el rostro, aunque era un rostro bello. Tenía unos ojos azules, pequeños, rasgados. Unos labios gruesos y rojizos. Por el color de sus cejas debía ser rubia.

–Sígame.

A mi todo aquello me parecía extraño. Íbamos a salir de la cocina, y los dulces estaban en la cocina, supuestamente. A no ser que tuvieran una especie de almacén o algo parecido. Aún así, era raro. Después de todo, había oído que eran monjas de clausura. Hasta donde llegaba mi conocimiento, eso es que nadie entraba, nadie salía. Eran las normas. No comprendía por qué aquella monja las estaba incumpliendo.

Seguimos a lo largo de un corredor abovedado, también de piedra, también frío. Al final nos paramos ante una de las puertas laterales y entramos. Resultó ser una de las habitaciones. Supuse que era la suya, por la forma de mirar de la monja de un lado para otro comprobando que nadie nos observara. Y así era. Aquello parecía un cementerio de noche. ¿Dónde estarían el resto de las monjas? Me preguntaba.

Al entrar en la habitación, cerró la puerta con el pestillo y comenzó a quitarse el hábito.

–¡Eh! ¡Qué haces! –grité.

–Calla, nos van a oír.

–Pero esto… eres monja joder…

–¿Y eso qué importa? También tenemos necesidades.

En parte tenía razón. Y estaba dispuesto a complacerla. La verdad es que yo no tenía muchos escrúpulos, y la chica, porque era una chica aún, estaba bastante bien sin el hábito. Tenía unos buenos pechos, un buen culo, e incluso llevaba el coño depilado. Cosa que supuse extraña en una monja. Sólo me echaba atrás una cosa. El maldito crucifijo colgado encima de la cama. Se lo dije.

–¿No te gusta?

Se subió a la cama y lo descolgó.

–Puede ser muy útil. Mira.

Se tumbó sobre la cama y empezó a acariciarse los pechos con la punta del crucifijo, girándola alrededor de los pezones, que pronto se endurecieron. Luego lo fue bajando suavemente sobre su estómago hasta llegar a su coño, donde jugueteó con él un buen rato y, para mi asombro, terminó dentro de él cuan largo era. La chica se movía como una experta, gemía, maldecía, se agarraba a las sábanas, era una auténtica puta. Me preguntaba por qué era monja.

Al final terminé por ponerme cachondo y con una gran erección entre las piernas. Me quité la ropa lo más rápido que pude, le arranqué el crucifijo, lo tiré al suelo y se la clavé. En unas veinte embestidas ya me había corrido. Mi primera experiencia con una monja no me había permitido aguantar más. Lo sentía por ella.

Me tumbé a su lado, desnudo, y encendí un cigarrillo.

–¿Cómo te llamas? –le pregunté.

–Teresa.

–El éxtasis de Santa Teresa –respondí riendo–, tiene gracia.

A ella no pareció sentarle bien la broma. Se dio la vuelta y me dio la espalda.

–Tienes que irte.

–Está bien, ya me voy.

Me levanté de la cama y me vestí con calma. Al ver junto a mi ropa el crucifijo tirado en el suelo me dieron escalofríos.

–Acompáñame hasta la salida, si no voy a perderme –le dije.

–Está bien.

Es sorprendente lo rápido que se viste una monja. Las otras chicas con las que había estado tardaban como mínimo cinco minutos, incluido arreglarse el pelo. Ella no. En un minuto, quizá menos, estaba lista. Parecía preparada para una llamada de urgencia de los bomberos.

En unos momentos recorrimos el camino por el que habíamos ido hasta la habitación, también sin cruzarnos a nadie, y en poco tiempo estaba de nuevo en la calle.

Cuando llegué a casa, mi madre estaba planchando. Había un montón enorme de ropa arrugada sobre uno de los sillones. Nada más sentirme entrar me preguntó por las magdalenas.

–¡Joder, las magdalenas! Se me han olvidado.

–No me jodas –soltó la plancha y fue hacia la puerta, donde yo me había quedado parado.

–¿Para qué coño te mando yo a los recados? Seguro que te has gastado el dinero en whisky. Eres un alcohólico de mierda.

–Que no joder, que se me ha olvidado. El dinero está aquí, mira… –y rebusqué en los bolsillos de mis vaqueros, pero el dinero no estaba. Lo había perdido. Seguramente al tirar la ropa durante el revolcón con la monja. Pero cómo le explicaba yo eso a mi madre. Era mejor que pensara que lo había gastado –pues no está. Debe de haberse perdido.

–Los cojones se ha perdido. Roberto hijo que nos conocemos, que siempre haces lo mismo. Te mando a por algo y te gastas el dinero. Esta no sería la primera vez.

–De verdad mama que lo he perdido. Esta vez no lo he gastado. Y lo de las magdalenas es que me he encontrado con el Rafa y hemos estado hablando y se me ha ido de la cabeza el recado. Lo siento.

–El Rafa… Mal bicho está hecho ese… en mala hora te juntaste con él. Seguro que os habéis gastado el dinero en porros.

–Que no…

–Mira es igual, ya no hay remedio, pero mañana vas a volver y me vas a traer las magdalenas. Y espero que esta vez vengas con ellas de vuelta.

–Vale, sin problemas.



A la mañana siguiente me desperté empapado en sudor, con una tremenda erección. Las sábanas estaban revueltas, había tenido un sueño agitado. En ese momento, las doce del mediodía más o menos, entró mi madre en la habitación. Apenas me dio tiempo de taparme la polla con la almohada.

–Levántate ya vago, que tienes que ir a por las magdalenas.

–Que obsesión con las putas magdalenas. Ni que te fuera la vida en ello.

–Si las hubieras comprado ayer…

–Está bien, ya voy. Déjame vestirme al menos.

–Vale, date prisa –y salió dando un portazo. Sabía que lo odiaba.

Me costó mucho vestirme. Me sentía cansado, era como si el sueño de la noche anterior hubiera sido real, como si hubiera estado con Teresa de nuevo. Esa maldita monja me había obsesionado. Tenía que volver a follar con ella. Si no me volvería loco.

Cuando salí de la habitación mi madre me había preparado un café. Lo tomé rápido y salí a la calle. El convento no estaba muy lejos de casa. No tardé en llegar. Aún así el tiempo se me hizo eterno hasta que ví de nuevo la ruleta de la sala fría de piedra. Me acerqué a ella y pregunté por Teresa.

–¿Quién es Teresa? –respondió la voz de ultratumba. Era su voz. Estaba seguro de ello. No entendía nada.

–¿Puedo pasar?

–¿Está usted de broma? ¿Va a comprar algo? Si no váyase por favor.

–Está bien. Una docena de magdalenas, por favor.

–En seguida.

Pasaron unos segundos y aparecieron los dulces por la ruleta. Yo dejé el dinero y la hice girar de nuevo. Después me fui.

Sólo era otra ninfómana. Debía haberlo visto antes.

Minúscula existencia

Era una de estas tardes bochornosas de verano. Estaba tirado en mi cama, sin camiseta, sin pantalones, yo en mi estado puro y, cómo no, repleto de sudor. Una botella de whisky a mi lado, abierta y semivacía, me recordó la borrachera de la mañana. El desayuno de los campeones. Había pasado unas cuatro o cinco horas durmiendo, no lo sabía con certeza. Sólo era consciente del crudo despertar, cuando el techo se me vino encima, o eso creí. El alcohol causaba de nuevo sus estragos en un cerebro ya bastante destrozado.

Pronto comprendí que tenía que levantarme de aquella cama. Una horda entera de arañas, hormigas, mantis, cucarachas e insectos de los que no había oído hablar en mi vida comenzaban a trepar por ella. Empecé a ponerme nervioso. Aquello era ridículo. Yo, un tipo de treinta años, regordete y alto, asustado por el ataque de unos insignificantes insectos. Pero ellos acudían con ardor guerrero a la batalla, y yo sólo tenía ardor de estómago. Ni siquiera sabía dónde estaban mis pantalones.

Un profundo trago a la botella de whisky –que terminó con su contenido, todo hay que decirlo–, dio la fuerza y el calor necesario a mis mórbidos músculos para saltar de la cama antes de que aquel diminuto ejército llegara a la cima y acabara con mi corta existencia. Si ellos acababan conmigo, ¿quién cumpliría mi misión? No podía permitirlo bajo ninguna circunstancia.

Seguí buscando los pantalones. Habían desaparecido. En un momento me pareció que se sostenían sobre sus propias perneras del techo de mi habitación. Era demasiado tarde para tratar de cogerlos. Los insectos se habían dado cuenta de mis movimientos y contraatacaban. Tenía que escapar de allí, era una prioridad. Cogí a toda prisa mis botas y un billete arrugado de cincuenta euros y salí de allí, dando un portazo con el cual aplasté varios soldados del frente enemigo. El crujir de aquellos bastardos era música para mis oídos. Había ganado una batalla, pero no la guerra. Tarde o temprano lograrían salir de la habitación al igual que habían entrado y me encontrarían, por supuesto que me encontrarían, siempre lo hacen.

Decidí salir a toda prisa de aquel lúgubre piso y ponerme las botas en las escaleras. Mientras lo hacía, una mujer, decente, como todas hoy en día –falsa decencia–, pasó por mi lado como quien camina junto a un león hambriento, muy despacio al principio, dominada por el miedo, y, una vez que me sobrepasó, a toda prisa. A punto estuvo la desdichada mujer de tropezar y rodar escaleras abajo. Así habría llegado antes abajo, pensé.

Salí a la calle. El sol me dio de cara y me obligó a cerrar los ojos. Era extraño, llovía, pero no veía nubes por ningún sitio. Tal vez fuera una jugarreta de mis archienemigos los insectos. Incluso me planteé que pudieran controlar el tiempo a su antojo. Me llevaban ventaja, tenía que andar prevenido.

Frente a mí caminaba, en la acera de enfrente, una anciana, toda ella muy bien ataviada con sus joyas, su pelo enlacado hasta cortar la respiración, su enorme bolso de cuero estilo Mary Poppins, su vestido elegante a la par que sobrio… en fin, como todas las viejas que van a misa los domingos y matan el tiempo mirando por la ventana de sus enormes casas que huelen a humedad y hacen puntillo.

Me acerqué a la vieja, muy despacio para no asustarla –recordaba a la mujer de las escaleras–, y la saludé debidamente.

–Señora, ¿usted un paraguas para dejarme? Esta lluvia me va a empapar.

La vieja parecía desorientada. Miró hacia el cielo. Ni una puñetera nube. No comprendía cómo un tipo gordito, en calzoncillos y con barba bastante descuidada le pedía un paraguas. Su reacción tardó en aparecer, pero llegado el momento eclosionó sobre mis tímpanos su agudo chillido. Acto seguido echó a correr. Era increíble que pudiera correr tan rápido a su edad, deberían darle una medalla.

–La jodida vieja me ha dejado sordo, vaya pulmones, Stuart.

Stuart era mi amigo el lagarto. Vivía en la pared de enfrente de mi piso. A veces, al verme salir de casa se acercaba reptando con sus pequeñas patitas a un nivel más bajo y charlaba conmigo sobre literatura, cine, pornografía y demás cosas vanales.

–No comprende la minúscula existencia –respondió él con su voz aguda y serpentina, dejando ver su lengua partida a cada palabra –nadie la comprende realmente. Estamos solos, amigo.

–Sí, estamos solos, cuánta razón tienes.

Callé durante unos segundos, reflexionaba. Estamos solos… qué triste hecho. Nadie debería estar sólo. Todos necesitamos apoyos, pero mi mesa había perdido todas las patas hacía muchos años.

Pasó una joven, no tan bien vestida. Una de esas nuevas “hippys” que compran su ropa en grandes multinacionales, centros de manipulación mental donde asumen todos los estilos para que cedas a su poder.

–¿Querrías ser mi apoyo? –le pregunté. Otra que echa a correr. Entonces miré hacia abajo, hacia mis sucios calzoncillos. Llevaba cuatro días con ellos puestos, y estaban bastante sucios. A través de ellos –eran unos boxers, no dejaban nada a la imaginación– se intuía una enorme erección. Yo ni siquiera me había percatado de ese hecho. Aún estaba borracho, comprendí. Eso era lo que asustaba a la gente. Debía hacer algo para remediarlo.

Me despedí de Stuart con algo parecido a un saludo militar –era mi aliado en la guerra contra la marabunta– y me dirigí calle arriba.

Tenía la suerte de vivir junto a una tienda de ropa. Caminé presuroso hacia allí y entré con energía.

–¡Sírvame una ración de ropa, vengo calado! ¡Esta lluvia va a acabar matándome!

La dependienta me observó sin saber qué decir. Poco después su vista recorrió en círculos mi cara, la cristalera, y más allá el cielo, y mi paquete. Yo observé esto último, por lo que le dije a la pobre mujer que no se preocupara, que aquello era crónico, un defecto en los genes.

Y ella seguía muda. Al final decidí moverme yo mismo entre los percheros, buscando algo de ropa que estuviera a mi altura. Encontré unos vaqueros ajustados y una camiseta negra sin mangas. Sin entrar siquiera en el probador, me vestí allí mismo, ante la atónita mirada de la joven dependienta.

–No está mal, le echaría un polvo –no sabía si había dicho aquello o lo había pensado. Pero daba igual, no iba a comerme el tarro por minucias.

Una vez listo, salí por la puerta como si tal cosa, sin pagar. La joven estaba tan sorprendida que fue incapaz de moverse para exigirme el importe de las prendas. Mejor para mí.

Y andar. Andar, sumergido como siempre en mi propia locura… ¿locura? Quién sabe. ¿Cómo podía saber yo lo que era la locura? Algo impensable, en mi opinión.

Recordé viejos tiempos, tiempos antes de la guerra, de mi guerra, mi batalla contra el día a día. Tiempos de una familia normal, una vida normal, amigos normales… tiempos que preceden a la botella y la droga. Tiempos borrosos al fin y al cabo. No merecía la pena pensar en ellos, quedaban muy atrás ya. Había recorrido mucho camino.

Y así llegué a una pequeña plaza, su tranquilidad alborotada por un mercado medieval. Aquí y allí tiendas de colores primarios, con telas gruesas, que mostraban todo un inventario de collares, pulseras, lámparas y demás vanidades. Gente vestida al estilo antiguo, o al menos lo intentaban. Pobres. Tipos sin camiseta llevando serpientes al cuello. Todo muy rápido, demasiado rápido para mí. Todo esto me recordó que necesitaba un chute, sólo uno, que me permitiera tolerar tanta falacia. Por desgracia no tenía nada. Y no sabía cuándo podría conseguirlo; yo nunca buscaba la droga, la droga venía a mí.

Mi indignación recayó sobre uno de esos puestos. “Comercio Justo”, rezaba su emblema. Corrí hacia él, o caminé deprisa, no lo recuerdo. Podría haber sido cualquiera de las dos opciones.

Me acerqué, quizá demasiado, a una de las jóvenes que estaban al otro lado del pequeño puesto de madera. La pobre se asustó, yo era muy grande y mi aliento debía de oler a demonios. Da igual, que la jodan, se lo merece.

–¿Comercio justo? –exclamé –y, en verdad, ¿de qué se trata?

La joven parecía atónita. Nadie llegaba así de sopetón y le preguntaba cosas como aquella. Todo el mundo se acercaba, miraba, preguntaba el precio de algún producto, si le interesaba lo pagaba y se iba, así sin más. Muestra de la relación capitalista de los individuos. Y ahora llegaba alguien como yo, con mi barba de tres días, mi aliento de resaca y empapado por una lluvia que en verdad me estaba atormentando, y le preguntaba algo como aquello. En verdad la joven no sabía qué responder. No la habían instruido para casos como este.

– ¿A qué se refiere? –se limitó a preguntar con voz tímida, casi inaudible. Yo le daba miedo, eso era evidente.

–La pregunta es clara, si no me equivoco –me había ofendido. Me trataba como si fuera gilipollas. No iba a permitirlo, claro que no.

La joven, tras un minuto de reflexión, inseguridad y tartamudeos entorpecidos por algún que otro suspiro, respondió:

–Pues aquí vendemos productos que ha fabricado la gente del tercer mundo.

–¿Y no es eso, acaso, rastrero?

Una vez más quedó la joven paralizada. Sin duda ella tenía buenas intenciones, no era responsable de nada, estaba engañada. Pero yo iba a cebarme con ella, con su inocencia.

–¿Son estos tercermundistas obreros cualificados? –proseguí, sin dar tiempo a una respuesta de la titubeante muchacha –es evidente que no. Son padres, madres, niños, familias enteras trabajando sin descanso para recibir un mísero beneficio. Tal vez un triste y sucio plato de comida, ¿no es así?

Más silencio incómodo. Era evidente que aquella pobre muchacha sólo hacía lo que le mandaban. No tenía ni puta idea de lo que había detrás del telón. Simplemente se limitaba a actuar, y yo la ayudé en su representación.

–¿Cuánto vale esta tableta de chocolate? –pregunté, señalándola.

La joven pareció relajarse un poco.

–Cinco euros, señor –contestó. Me sacó un poco de quicio su cortesía.

–¿Cinco euros? ¡Pero si eso es una pequeña fortuna! ¡Con eso consigo yo un gramo de hachís! ¡Es abusivo! ¿A quién va a parar todo ese dinero?

–El dinero es para quienes lo fabricaron, señor.

Justo tras estas palabras, y para mi asombro, el rostro de aquella joven, en un principio medianamente atractiva, comenzó a alargarse y ensancharse, y a tornarse de color negro. Donde antes tenía el pelo brotaron dos largas antenas. Entonces lo comprendí todo. Era el arma secreta de mis mortíferos enemigos los insectos, el gran final para una historia triste, una historia sobre la mínima existencia.
Pero yo fui más rápido que aquel jodido insecto. Me lancé sobre él y agarré su cuello, que ahora era pegajoso y de color negro, con mis dos manos y comencé a apretar con todas mis fuerzas. Apreté, apreté, y durante lo que me pareció una eternidad aquella monstruosidad se resistió con todas sus fuerzas, pero yo era más poderoso. Y al final su cabeza, su repelente cabeza, terminó cayendo inerte hacia un lado.

Tras esto, sólo recuerdo que dos hombres azules me golpearon en la cabeza y me inmovilizaron.




Hace tres días de todo aquello. Hoy duermo en una celda que, misteriosamente, se hace cada vez más estrecha. Escribo estas páginas como referencia de la vida, o una porción de ella, de alguien que luchó por la causa. La causa del hombre. Mi causa. Hoy caigo en la batalla. Ya veo cómo los insectos, esos malditos demonios diminutos, trepan por la inestable y sucia cama de la celda. Vienen a por mí, ya suben por mis piernas. Me devoran. En último instante, Stuart, en el techo.

–No sufras, tan sólo eres parte de la mínima existencia.

Tiene razón. Soy una mínima existencia. Soy parte de ella. Y mi muerte no será en vano.

Putas y alcohol

Estaba sentado en la barra del bar de la esquina frente a mi piso; como casi cada noche. Ante mi, la enésima cerveza y mi pequeña libreta donde había intentado escribir algo. Era inútil. Estaba en una de esas épocas de la vida en que te bloqueas y cualquier esfuerzo sólo empeora las cosas. Así que había decidido desperdiciar la noche emborrachándome.

Mi visión era ya bastante borrosa, pero me gustaba observar a la gente que había a mi alrededor. Era un bar de “nivel”; casi todos cerdos enchaquetados, de pelo engominado y cara suave y recién afeitada, disfrutando de una copa después del trabajo. Yo no encajaba, con mis ropas andrajosas, mi barba larga, mi cara demacrada por el abuso del alcohol y las drogas… pero me daba igual. Podían darles por culo. Era el único bar cerca de casa, y no tenía ganas de andar más.

Sólo una persona llamó mi atención. Había estado a mi lado todo el tiempo, pero había estado demasiado concentrado en mí mismo como para darme cuenta. El tipo estaba recostado contra la barra, con la cabeza sobre los brazos. Parecía dormido. Llevaba un sombrero de copa, unos vaqueros rotos por varios sitios y un smoking en el que había escrito poemas por todos lados. No fui capaz de leer ninguno. Estaba demasiado borracho.

–Eh, amigo –le dije.

No hubo respuesta. Estaba dormido. O lo parecía. Al menos respiraba. Decidí dejarlo en paz y seguir bebiendo.

–Somos demasiado viejos, la dama negra nos acecha tras las esquinas, cuidado –había hablado el tipo del sombrero. Ni siquiera había levantado la cabeza para decir aquello. Estaba curda, de eso no había duda.

–Amigo, ¿te encuentras bien? –le pregunté.

Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos eran azules, unos ojos preciosos. Era un rostro joven, marcado por una perilla bastante larga y unas cejas rubias prominentes.

–¿Acaso puede alguien encontrarse bien en un estercolero?

–Sí, los cerdos.

–¡Exacto! Y aquí los tienes. Estamos rodeados de ellos. Somos su alimento. Esperan a comernos. Tenemos que escapar de aquí –y se levantó y se dirigió a la puerta. Al ver que yo no me movía me hizo un gesto insistente con la mano. Terminé por ceder y recogí mi libreta, la guardé en el bolsillo de mi abrigo y salí detrás de aquel tipo.

–Está bien, ¿y ahora qué hacemos? –pregunté.

–Nos vamos de putas. El sexo purifica el alma. Y necesito purificarla esta noche, tengo que hacer algo, comprobar algo para lo que tengo que ser puro.

–No tengo dinero.

–No te preocupes. Yo te invito. Acaban de pagarme una novela.

–¿Eres escritor? –estaba sorprendido.

–¿Tu lo eres?

–No, aún no. No me han publicado nada.

–Entonces tú eres el escritor, no yo.

No hubo más palabras, simplemente caminamos dando tumbos de un lado para otro hasta el puticlub de las afueras.

Tuvimos problemas para entrar, el segurata no nos vio con buenas pintas, pero mi nuevo amigo sacó un fajo de billetes y dio una buena parte al hombre. El dinero nos abrió el camino. El dinero abre todos los caminos.

Yo nunca había estado en un local de ese estilo. La barra estaba en un lado. Había sillones por todas partes, y en el centro, un escenario con una barra americana donde bailaba una chica que no tendría más de dieciocho años, rubia, de pechos pequeños y con unas piernas preciosas.

Nos sentamos en la barra y pedimos dos whiskys. Yo acabé el mío en seguida.

–¿Cómo te llamas? –terminé por preguntarle al tipo.

–Llámame Bob, no es mi nombre, pero me gusta que me llamen así. Es una manía.

–De acuerdo Bob, yo soy Roberto –y nos estrechamos las manos formalmente, como si acabásemos de conocernos. Tenía un apretón de manos fuerte, seguro de si mismo, al contrario que el mío.

Pronto se nos acercaron dos putas. Una de ellas era mulata, de tetas grandes, culo grande, pelo largo y rizado. Decidí que esa iba a ser para mí. Se lo dije a Bob. No puso objeciones. Él se quedó con una chica nórdica, bastante delgada. Se parecía mucho a la que estaba bailando en la barra americana.

Invité a una copa a la chica y después me llevó a una habitación. Sin hablar empezó a desnudarse. No le resultó muy difícil, sólo llevaba una pequeña falda que apenas cubría su hermoso trasero y una camiseta de tirantes que terminaba al final de sus pechos. Antes de darme cuenta me había bajado los pantalones y me la estaba chupando. Lo hacía muy bien. Hacía mucho tiempo que no me la chupaban. Eché la cabeza hacia atrás y me dejé llevar. Un rato después la eché en la cama y se la metí. No tardé mucho en correrme, me había puesto muy cachondo. Mejor para mí, no me sentía bien conmigo mismo yendo de putas, y mejor para ella, menos trabajo.

Salí al bar y pedí una cerveza. Bob no había terminado.

Para cuando él terminó yo ya había acabado con todo el dinero que me quedaba. Cinco cervezas más. Estaba muy borracho, pero me sentía bien, hacía tiempo que no mojaba, y el sexo y el alcohol siempre son buena mezcla.

–Estoy preparado –me dijo Bob mientras se subía la cremallera y se ajustaba el sombrero de copa.

–¿Preparado para qué? –se me trababa la lengua, pero él no tuvo problemas para entenderme. Los borrachos tenemos un don para comunicarnos entre nosotros.

–Todo es observación. Nada de palabrería barata. Se trata de un momento espiritual –dicho esto, se abrochó el smoking, me arrebató mi última cerveza de las manos, la apuró y salimos.

Caminamos dando tumbos hacia una vieja iglesia románica con una gran torre de campanario. Ni siquiera sabía dónde estaba. Sin embargo, Bob parecía tenerlo todo planeado desde hacía bastantes años.

–¿Estás listo? –me dijo.

–Listo para qué –contesté.

–Para observar. Sólo eres testigo. Nada más.

Yo estaba desorientado, todo giraba a mi alrededor, y de repente ví cómo Bob comenzaba a quitarse el sombrero de copa y el smoking y me los daba. Después se acercó a la base del campanario y puso sus manos sobre ella. Sentí como si el edificio vibrara, aunque no podía saber si era una percepción producida por el alcohol, así que lo tomé como algo normal.

Lo que vino después me dejó atónito. Había dejado de mirar a Bob para ver a un gato que había pasado frente a mí y se había metido bajo un coche aparcado al lado de la iglesia. Cuando volví a mirar, para mi asombro, Bob estaba trepando por la pared del campanario a toda velocidad. No como un escalador normal, no necesitaba apoyos de ningún tipo, era una especie de Spiderman borracho. Yo no sabía qué hacer. Estaba petrificado. Por fin llegó arriba y tocó con los nudillos una de las campanas.

Pero para entonces yo ya no estaba mirando, una pareja de la policía me estaba cacheando mientras que otro más gritaba a Bob que bajara de allí. Este obedeció sin más, de un salto se plantó en el suelo, cayendo de pie como los gatos.

–¿Quién coño es ese tipo? –era la pregunta que nos hacíamos tanto los policías como yo.

En unos minutos estábamos los dos en el coche patrulla preguntándonos qué carajo había pasado, recostados cada uno contra su ventanilla, sin pensar, sin hablar, sin movernos, sólo esperando.

Nos metieron en una pequeña celda con dos literas, un váter y un lavabo. Yo me tumbé en la litera de abajo. Bob se quedó apoyado contra los barrotes, pensativo.

–Ha llegado mi momento –me dijo.

–¿Qué?

–Es la hora.

–La hora de qué.

–Todo ha terminado para mí.

–¿De qué hablas? –empezaba a pensar que ese tipo estaba loco.

–He alcanzado la altura, ya puedo marcharme.

No hubo más palabras, ni tuve tiempo para reaccionar. No se cómo, del forro del smoking sacó un cuchillo con el que cortó su cabeza como si de una salchicha se tratase. Yo me quedé paralizado. No sabía si estaba soñando, o si era una alucinación, o si todo aquello había sido real. El caso es que al caer la cabeza al suelo, el cuerpo de Bob desapareció.