martes, 23 de febrero de 2010

Abstinencia

Está ahí,
vive y se retuerce
dando cabida
a la mayor de las vergüenzas,
no duerme,
no respira,
no come,
no baila,
no sueña,
sólo contamina mi alma
deshecha,
sólo escucha la llamada
de la puta miseria,
se sirve,
pero no se alimenta,
destruye,
pero no toca,
infecta.
¿Dices que qué es el mono?
Aquí tienes la respuesta.
Disfruta...

Marabunta

¿Quién dice haber visto un cáncer?
¿Quién dice saberlo todo
sobre la muerte?
¿Quién vive bajo tierra rodeado
de gusanos?
De apestosos gusanos,
mundo lleno,
mundo vacío,
¿Dónde está la diferencia?
¿Dónde habita el camino
de señales obsoletas?
¿Dónde duermes,
marabunta?
¿Dónde duermes
que no despiertas?

Sobredosis

Hay razones para todo,
hay suspiros por melancolía,
el tren partió,
cuéntame qué es ahora tu vida,
cuando el abrazo más cálido
que jamás recibiste
sobrevive en una jeringa.
Y así las noches,
y así los dias,
despegaron hace tiempo;
cuerpo a tierra
bombardeo de luces,
pisadas huecas,
el suelo se hunde,
el rumor despierta,
la sangre, caliente,
bombeará las aceras.
Sobredosis...

Le llaman poesía

Le llaman poesía al miedo,
le llaman poesía a la vida,
le llaman poesía al recuerdo,
le llaman poesía a la histeria,
le llaman poesía a la risa,
le llaman poesía al silencio,
a la miseria llaman poesía,
a corazones rotos
que no tienen más cabida,
a ilusiones muertas,
a heridas abiertas,
a cicatrices malditas,
a miradas inciertas,
le llaman poesía...
¿Por qué?
¿No lo recuerdas?

jueves, 18 de febrero de 2010

Delirio

Hoy un charco regará mis flores
y una hoguera quemará mis miedos.
Lucha eterna, y siempre podrido
el camino de la destreza.
Huye, y muere, el fugitivo.
Silencios cortantes, cuchillas marcadas
a hierro por un alma candente.
Ahogado en los vasos más pequeños
de la tristeza,
hoy no tuve razones para nadar.
Dormí sentado, es un tramo
demasiado largo.
Prisa por salir de la botella
en la que entré a escondidas,
amparándome en sombras
que hoy me siguen.
No encuentro mi estrella,
y las noches, al perder la partida,
se volvieron más largas.
Encontré un buen escondite
donde gritarle al alba,
donde vaciar mis lágrimas
e inundar, así, los jardines más prohibidos.

Las monjas también follan

Era un hombre solitario. Siempre lo había sido. Pero aún vivía con mi madre. Y ahí me encontraba yo, en un convento de monjas, de recadero, a comprar dulces.

Estaba en una habitación oscura, amplia, fría, de piedra. Me intimidaba. En todo lo alto del muro principal, un enorme crucifijo con el cristo más feo que había visto en toda mi vida. Me dieron ganas de taparle la cara con algo. Era ofensivo. Odiaba la manía masoquista cristiana de colgar por todas partes a un tipo crucificado y sangrando por el costado. Es algo desagradable. Quizá a ellos les excitaba, nunca lo comprendí, ni llegaría a comprenderlo.

En una de las esquinas había una especie de ruleta al otro lado de la cual se suponía que estaba la monja de los dulces. Me acerqué a ella y grité:

–¡BUENOS DÍAS!

–No grite tanto, le oigo perfectamente –respondió la voz de la monja. Era una voz de ultratumba, acompañada por un siniestro eco que rebotaba en las paredes. Yo estaba de resaca, y empezaba a ponerme nervioso.

–Quiero una docena de magdalenas –dije.

–Su voz suena agradable.

–¿Es esto normal?

–¿El qué?

–Esto. Que una monja diga esas cosas.

Durante un rato nadie contestó. A mi derecha se abrió una puerta gruesa de madera. Estaba muy carcomida y produjo un irritante chirrido al deslizarse.

–Pase –dijo la voz del eco.

Obedecí. No sabía cómo iba el asunto. Nunca había comprado dulces en un convento. Al otro lado de la puerta estaba la monja, toda cubierta por unos hábitos marrones y una especie de gorro blanco que le cubría toda la cabeza. Sólo llevaba descubierto el rostro, aunque era un rostro bello. Tenía unos ojos azules, pequeños, rasgados. Unos labios gruesos y rojizos. Por el color de sus cejas debía ser rubia.

–Sígame.

A mi todo aquello me parecía extraño. Íbamos a salir de la cocina, y los dulces estaban en la cocina, supuestamente. A no ser que tuvieran una especie de almacén o algo parecido. Aún así, era raro. Después de todo, había oído que eran monjas de clausura. Hasta donde llegaba mi conocimiento, eso es que nadie entraba, nadie salía. Eran las normas. No comprendía por qué aquella monja las estaba incumpliendo.

Seguimos a lo largo de un corredor abovedado, también de piedra, también frío. Al final nos paramos ante una de las puertas laterales y entramos. Resultó ser una de las habitaciones. Supuse que era la suya, por la forma de mirar de la monja de un lado para otro comprobando que nadie nos observara. Y así era. Aquello parecía un cementerio de noche. ¿Dónde estarían el resto de las monjas? Me preguntaba.

Al entrar en la habitación, cerró la puerta con el pestillo y comenzó a quitarse el hábito.

–¡Eh! ¡Qué haces! –grité.

–Calla, nos van a oír.

–Pero esto… eres monja joder…

–¿Y eso qué importa? También tenemos necesidades.

En parte tenía razón. Y estaba dispuesto a complacerla. La verdad es que yo no tenía muchos escrúpulos, y la chica, porque era una chica aún, estaba bastante bien sin el hábito. Tenía unos buenos pechos, un buen culo, e incluso llevaba el coño depilado. Cosa que supuse extraña en una monja. Sólo me echaba atrás una cosa. El maldito crucifijo colgado encima de la cama. Se lo dije.

–¿No te gusta?

Se subió a la cama y lo descolgó.

–Puede ser muy útil. Mira.

Se tumbó sobre la cama y empezó a acariciarse los pechos con la punta del crucifijo, girándola alrededor de los pezones, que pronto se endurecieron. Luego lo fue bajando suavemente sobre su estómago hasta llegar a su coño, donde jugueteó con él un buen rato y, para mi asombro, terminó dentro de él cuan largo era. La chica se movía como una experta, gemía, maldecía, se agarraba a las sábanas, era una auténtica puta. Me preguntaba por qué era monja.

Al final terminé por ponerme cachondo y con una gran erección entre las piernas. Me quité la ropa lo más rápido que pude, le arranqué el crucifijo, lo tiré al suelo y se la clavé. En unas veinte embestidas ya me había corrido. Mi primera experiencia con una monja no me había permitido aguantar más. Lo sentía por ella.

Me tumbé a su lado, desnudo, y encendí un cigarrillo.

–¿Cómo te llamas? –le pregunté.

–Teresa.

–El éxtasis de Santa Teresa –respondí riendo–, tiene gracia.

A ella no pareció sentarle bien la broma. Se dio la vuelta y me dio la espalda.

–Tienes que irte.

–Está bien, ya me voy.

Me levanté de la cama y me vestí con calma. Al ver junto a mi ropa el crucifijo tirado en el suelo me dieron escalofríos.

–Acompáñame hasta la salida, si no voy a perderme –le dije.

–Está bien.

Es sorprendente lo rápido que se viste una monja. Las otras chicas con las que había estado tardaban como mínimo cinco minutos, incluido arreglarse el pelo. Ella no. En un minuto, quizá menos, estaba lista. Parecía preparada para una llamada de urgencia de los bomberos.

En unos momentos recorrimos el camino por el que habíamos ido hasta la habitación, también sin cruzarnos a nadie, y en poco tiempo estaba de nuevo en la calle.

Cuando llegué a casa, mi madre estaba planchando. Había un montón enorme de ropa arrugada sobre uno de los sillones. Nada más sentirme entrar me preguntó por las magdalenas.

–¡Joder, las magdalenas! Se me han olvidado.

–No me jodas –soltó la plancha y fue hacia la puerta, donde yo me había quedado parado.

–¿Para qué coño te mando yo a los recados? Seguro que te has gastado el dinero en whisky. Eres un alcohólico de mierda.

–Que no joder, que se me ha olvidado. El dinero está aquí, mira… –y rebusqué en los bolsillos de mis vaqueros, pero el dinero no estaba. Lo había perdido. Seguramente al tirar la ropa durante el revolcón con la monja. Pero cómo le explicaba yo eso a mi madre. Era mejor que pensara que lo había gastado –pues no está. Debe de haberse perdido.

–Los cojones se ha perdido. Roberto hijo que nos conocemos, que siempre haces lo mismo. Te mando a por algo y te gastas el dinero. Esta no sería la primera vez.

–De verdad mama que lo he perdido. Esta vez no lo he gastado. Y lo de las magdalenas es que me he encontrado con el Rafa y hemos estado hablando y se me ha ido de la cabeza el recado. Lo siento.

–El Rafa… Mal bicho está hecho ese… en mala hora te juntaste con él. Seguro que os habéis gastado el dinero en porros.

–Que no…

–Mira es igual, ya no hay remedio, pero mañana vas a volver y me vas a traer las magdalenas. Y espero que esta vez vengas con ellas de vuelta.

–Vale, sin problemas.



A la mañana siguiente me desperté empapado en sudor, con una tremenda erección. Las sábanas estaban revueltas, había tenido un sueño agitado. En ese momento, las doce del mediodía más o menos, entró mi madre en la habitación. Apenas me dio tiempo de taparme la polla con la almohada.

–Levántate ya vago, que tienes que ir a por las magdalenas.

–Que obsesión con las putas magdalenas. Ni que te fuera la vida en ello.

–Si las hubieras comprado ayer…

–Está bien, ya voy. Déjame vestirme al menos.

–Vale, date prisa –y salió dando un portazo. Sabía que lo odiaba.

Me costó mucho vestirme. Me sentía cansado, era como si el sueño de la noche anterior hubiera sido real, como si hubiera estado con Teresa de nuevo. Esa maldita monja me había obsesionado. Tenía que volver a follar con ella. Si no me volvería loco.

Cuando salí de la habitación mi madre me había preparado un café. Lo tomé rápido y salí a la calle. El convento no estaba muy lejos de casa. No tardé en llegar. Aún así el tiempo se me hizo eterno hasta que ví de nuevo la ruleta de la sala fría de piedra. Me acerqué a ella y pregunté por Teresa.

–¿Quién es Teresa? –respondió la voz de ultratumba. Era su voz. Estaba seguro de ello. No entendía nada.

–¿Puedo pasar?

–¿Está usted de broma? ¿Va a comprar algo? Si no váyase por favor.

–Está bien. Una docena de magdalenas, por favor.

–En seguida.

Pasaron unos segundos y aparecieron los dulces por la ruleta. Yo dejé el dinero y la hice girar de nuevo. Después me fui.

Sólo era otra ninfómana. Debía haberlo visto antes.

Minúscula existencia

Era una de estas tardes bochornosas de verano. Estaba tirado en mi cama, sin camiseta, sin pantalones, yo en mi estado puro y, cómo no, repleto de sudor. Una botella de whisky a mi lado, abierta y semivacía, me recordó la borrachera de la mañana. El desayuno de los campeones. Había pasado unas cuatro o cinco horas durmiendo, no lo sabía con certeza. Sólo era consciente del crudo despertar, cuando el techo se me vino encima, o eso creí. El alcohol causaba de nuevo sus estragos en un cerebro ya bastante destrozado.

Pronto comprendí que tenía que levantarme de aquella cama. Una horda entera de arañas, hormigas, mantis, cucarachas e insectos de los que no había oído hablar en mi vida comenzaban a trepar por ella. Empecé a ponerme nervioso. Aquello era ridículo. Yo, un tipo de treinta años, regordete y alto, asustado por el ataque de unos insignificantes insectos. Pero ellos acudían con ardor guerrero a la batalla, y yo sólo tenía ardor de estómago. Ni siquiera sabía dónde estaban mis pantalones.

Un profundo trago a la botella de whisky –que terminó con su contenido, todo hay que decirlo–, dio la fuerza y el calor necesario a mis mórbidos músculos para saltar de la cama antes de que aquel diminuto ejército llegara a la cima y acabara con mi corta existencia. Si ellos acababan conmigo, ¿quién cumpliría mi misión? No podía permitirlo bajo ninguna circunstancia.

Seguí buscando los pantalones. Habían desaparecido. En un momento me pareció que se sostenían sobre sus propias perneras del techo de mi habitación. Era demasiado tarde para tratar de cogerlos. Los insectos se habían dado cuenta de mis movimientos y contraatacaban. Tenía que escapar de allí, era una prioridad. Cogí a toda prisa mis botas y un billete arrugado de cincuenta euros y salí de allí, dando un portazo con el cual aplasté varios soldados del frente enemigo. El crujir de aquellos bastardos era música para mis oídos. Había ganado una batalla, pero no la guerra. Tarde o temprano lograrían salir de la habitación al igual que habían entrado y me encontrarían, por supuesto que me encontrarían, siempre lo hacen.

Decidí salir a toda prisa de aquel lúgubre piso y ponerme las botas en las escaleras. Mientras lo hacía, una mujer, decente, como todas hoy en día –falsa decencia–, pasó por mi lado como quien camina junto a un león hambriento, muy despacio al principio, dominada por el miedo, y, una vez que me sobrepasó, a toda prisa. A punto estuvo la desdichada mujer de tropezar y rodar escaleras abajo. Así habría llegado antes abajo, pensé.

Salí a la calle. El sol me dio de cara y me obligó a cerrar los ojos. Era extraño, llovía, pero no veía nubes por ningún sitio. Tal vez fuera una jugarreta de mis archienemigos los insectos. Incluso me planteé que pudieran controlar el tiempo a su antojo. Me llevaban ventaja, tenía que andar prevenido.

Frente a mí caminaba, en la acera de enfrente, una anciana, toda ella muy bien ataviada con sus joyas, su pelo enlacado hasta cortar la respiración, su enorme bolso de cuero estilo Mary Poppins, su vestido elegante a la par que sobrio… en fin, como todas las viejas que van a misa los domingos y matan el tiempo mirando por la ventana de sus enormes casas que huelen a humedad y hacen puntillo.

Me acerqué a la vieja, muy despacio para no asustarla –recordaba a la mujer de las escaleras–, y la saludé debidamente.

–Señora, ¿usted un paraguas para dejarme? Esta lluvia me va a empapar.

La vieja parecía desorientada. Miró hacia el cielo. Ni una puñetera nube. No comprendía cómo un tipo gordito, en calzoncillos y con barba bastante descuidada le pedía un paraguas. Su reacción tardó en aparecer, pero llegado el momento eclosionó sobre mis tímpanos su agudo chillido. Acto seguido echó a correr. Era increíble que pudiera correr tan rápido a su edad, deberían darle una medalla.

–La jodida vieja me ha dejado sordo, vaya pulmones, Stuart.

Stuart era mi amigo el lagarto. Vivía en la pared de enfrente de mi piso. A veces, al verme salir de casa se acercaba reptando con sus pequeñas patitas a un nivel más bajo y charlaba conmigo sobre literatura, cine, pornografía y demás cosas vanales.

–No comprende la minúscula existencia –respondió él con su voz aguda y serpentina, dejando ver su lengua partida a cada palabra –nadie la comprende realmente. Estamos solos, amigo.

–Sí, estamos solos, cuánta razón tienes.

Callé durante unos segundos, reflexionaba. Estamos solos… qué triste hecho. Nadie debería estar sólo. Todos necesitamos apoyos, pero mi mesa había perdido todas las patas hacía muchos años.

Pasó una joven, no tan bien vestida. Una de esas nuevas “hippys” que compran su ropa en grandes multinacionales, centros de manipulación mental donde asumen todos los estilos para que cedas a su poder.

–¿Querrías ser mi apoyo? –le pregunté. Otra que echa a correr. Entonces miré hacia abajo, hacia mis sucios calzoncillos. Llevaba cuatro días con ellos puestos, y estaban bastante sucios. A través de ellos –eran unos boxers, no dejaban nada a la imaginación– se intuía una enorme erección. Yo ni siquiera me había percatado de ese hecho. Aún estaba borracho, comprendí. Eso era lo que asustaba a la gente. Debía hacer algo para remediarlo.

Me despedí de Stuart con algo parecido a un saludo militar –era mi aliado en la guerra contra la marabunta– y me dirigí calle arriba.

Tenía la suerte de vivir junto a una tienda de ropa. Caminé presuroso hacia allí y entré con energía.

–¡Sírvame una ración de ropa, vengo calado! ¡Esta lluvia va a acabar matándome!

La dependienta me observó sin saber qué decir. Poco después su vista recorrió en círculos mi cara, la cristalera, y más allá el cielo, y mi paquete. Yo observé esto último, por lo que le dije a la pobre mujer que no se preocupara, que aquello era crónico, un defecto en los genes.

Y ella seguía muda. Al final decidí moverme yo mismo entre los percheros, buscando algo de ropa que estuviera a mi altura. Encontré unos vaqueros ajustados y una camiseta negra sin mangas. Sin entrar siquiera en el probador, me vestí allí mismo, ante la atónita mirada de la joven dependienta.

–No está mal, le echaría un polvo –no sabía si había dicho aquello o lo había pensado. Pero daba igual, no iba a comerme el tarro por minucias.

Una vez listo, salí por la puerta como si tal cosa, sin pagar. La joven estaba tan sorprendida que fue incapaz de moverse para exigirme el importe de las prendas. Mejor para mí.

Y andar. Andar, sumergido como siempre en mi propia locura… ¿locura? Quién sabe. ¿Cómo podía saber yo lo que era la locura? Algo impensable, en mi opinión.

Recordé viejos tiempos, tiempos antes de la guerra, de mi guerra, mi batalla contra el día a día. Tiempos de una familia normal, una vida normal, amigos normales… tiempos que preceden a la botella y la droga. Tiempos borrosos al fin y al cabo. No merecía la pena pensar en ellos, quedaban muy atrás ya. Había recorrido mucho camino.

Y así llegué a una pequeña plaza, su tranquilidad alborotada por un mercado medieval. Aquí y allí tiendas de colores primarios, con telas gruesas, que mostraban todo un inventario de collares, pulseras, lámparas y demás vanidades. Gente vestida al estilo antiguo, o al menos lo intentaban. Pobres. Tipos sin camiseta llevando serpientes al cuello. Todo muy rápido, demasiado rápido para mí. Todo esto me recordó que necesitaba un chute, sólo uno, que me permitiera tolerar tanta falacia. Por desgracia no tenía nada. Y no sabía cuándo podría conseguirlo; yo nunca buscaba la droga, la droga venía a mí.

Mi indignación recayó sobre uno de esos puestos. “Comercio Justo”, rezaba su emblema. Corrí hacia él, o caminé deprisa, no lo recuerdo. Podría haber sido cualquiera de las dos opciones.

Me acerqué, quizá demasiado, a una de las jóvenes que estaban al otro lado del pequeño puesto de madera. La pobre se asustó, yo era muy grande y mi aliento debía de oler a demonios. Da igual, que la jodan, se lo merece.

–¿Comercio justo? –exclamé –y, en verdad, ¿de qué se trata?

La joven parecía atónita. Nadie llegaba así de sopetón y le preguntaba cosas como aquella. Todo el mundo se acercaba, miraba, preguntaba el precio de algún producto, si le interesaba lo pagaba y se iba, así sin más. Muestra de la relación capitalista de los individuos. Y ahora llegaba alguien como yo, con mi barba de tres días, mi aliento de resaca y empapado por una lluvia que en verdad me estaba atormentando, y le preguntaba algo como aquello. En verdad la joven no sabía qué responder. No la habían instruido para casos como este.

– ¿A qué se refiere? –se limitó a preguntar con voz tímida, casi inaudible. Yo le daba miedo, eso era evidente.

–La pregunta es clara, si no me equivoco –me había ofendido. Me trataba como si fuera gilipollas. No iba a permitirlo, claro que no.

La joven, tras un minuto de reflexión, inseguridad y tartamudeos entorpecidos por algún que otro suspiro, respondió:

–Pues aquí vendemos productos que ha fabricado la gente del tercer mundo.

–¿Y no es eso, acaso, rastrero?

Una vez más quedó la joven paralizada. Sin duda ella tenía buenas intenciones, no era responsable de nada, estaba engañada. Pero yo iba a cebarme con ella, con su inocencia.

–¿Son estos tercermundistas obreros cualificados? –proseguí, sin dar tiempo a una respuesta de la titubeante muchacha –es evidente que no. Son padres, madres, niños, familias enteras trabajando sin descanso para recibir un mísero beneficio. Tal vez un triste y sucio plato de comida, ¿no es así?

Más silencio incómodo. Era evidente que aquella pobre muchacha sólo hacía lo que le mandaban. No tenía ni puta idea de lo que había detrás del telón. Simplemente se limitaba a actuar, y yo la ayudé en su representación.

–¿Cuánto vale esta tableta de chocolate? –pregunté, señalándola.

La joven pareció relajarse un poco.

–Cinco euros, señor –contestó. Me sacó un poco de quicio su cortesía.

–¿Cinco euros? ¡Pero si eso es una pequeña fortuna! ¡Con eso consigo yo un gramo de hachís! ¡Es abusivo! ¿A quién va a parar todo ese dinero?

–El dinero es para quienes lo fabricaron, señor.

Justo tras estas palabras, y para mi asombro, el rostro de aquella joven, en un principio medianamente atractiva, comenzó a alargarse y ensancharse, y a tornarse de color negro. Donde antes tenía el pelo brotaron dos largas antenas. Entonces lo comprendí todo. Era el arma secreta de mis mortíferos enemigos los insectos, el gran final para una historia triste, una historia sobre la mínima existencia.
Pero yo fui más rápido que aquel jodido insecto. Me lancé sobre él y agarré su cuello, que ahora era pegajoso y de color negro, con mis dos manos y comencé a apretar con todas mis fuerzas. Apreté, apreté, y durante lo que me pareció una eternidad aquella monstruosidad se resistió con todas sus fuerzas, pero yo era más poderoso. Y al final su cabeza, su repelente cabeza, terminó cayendo inerte hacia un lado.

Tras esto, sólo recuerdo que dos hombres azules me golpearon en la cabeza y me inmovilizaron.




Hace tres días de todo aquello. Hoy duermo en una celda que, misteriosamente, se hace cada vez más estrecha. Escribo estas páginas como referencia de la vida, o una porción de ella, de alguien que luchó por la causa. La causa del hombre. Mi causa. Hoy caigo en la batalla. Ya veo cómo los insectos, esos malditos demonios diminutos, trepan por la inestable y sucia cama de la celda. Vienen a por mí, ya suben por mis piernas. Me devoran. En último instante, Stuart, en el techo.

–No sufras, tan sólo eres parte de la mínima existencia.

Tiene razón. Soy una mínima existencia. Soy parte de ella. Y mi muerte no será en vano.

Putas y alcohol

Estaba sentado en la barra del bar de la esquina frente a mi piso; como casi cada noche. Ante mi, la enésima cerveza y mi pequeña libreta donde había intentado escribir algo. Era inútil. Estaba en una de esas épocas de la vida en que te bloqueas y cualquier esfuerzo sólo empeora las cosas. Así que había decidido desperdiciar la noche emborrachándome.

Mi visión era ya bastante borrosa, pero me gustaba observar a la gente que había a mi alrededor. Era un bar de “nivel”; casi todos cerdos enchaquetados, de pelo engominado y cara suave y recién afeitada, disfrutando de una copa después del trabajo. Yo no encajaba, con mis ropas andrajosas, mi barba larga, mi cara demacrada por el abuso del alcohol y las drogas… pero me daba igual. Podían darles por culo. Era el único bar cerca de casa, y no tenía ganas de andar más.

Sólo una persona llamó mi atención. Había estado a mi lado todo el tiempo, pero había estado demasiado concentrado en mí mismo como para darme cuenta. El tipo estaba recostado contra la barra, con la cabeza sobre los brazos. Parecía dormido. Llevaba un sombrero de copa, unos vaqueros rotos por varios sitios y un smoking en el que había escrito poemas por todos lados. No fui capaz de leer ninguno. Estaba demasiado borracho.

–Eh, amigo –le dije.

No hubo respuesta. Estaba dormido. O lo parecía. Al menos respiraba. Decidí dejarlo en paz y seguir bebiendo.

–Somos demasiado viejos, la dama negra nos acecha tras las esquinas, cuidado –había hablado el tipo del sombrero. Ni siquiera había levantado la cabeza para decir aquello. Estaba curda, de eso no había duda.

–Amigo, ¿te encuentras bien? –le pregunté.

Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos eran azules, unos ojos preciosos. Era un rostro joven, marcado por una perilla bastante larga y unas cejas rubias prominentes.

–¿Acaso puede alguien encontrarse bien en un estercolero?

–Sí, los cerdos.

–¡Exacto! Y aquí los tienes. Estamos rodeados de ellos. Somos su alimento. Esperan a comernos. Tenemos que escapar de aquí –y se levantó y se dirigió a la puerta. Al ver que yo no me movía me hizo un gesto insistente con la mano. Terminé por ceder y recogí mi libreta, la guardé en el bolsillo de mi abrigo y salí detrás de aquel tipo.

–Está bien, ¿y ahora qué hacemos? –pregunté.

–Nos vamos de putas. El sexo purifica el alma. Y necesito purificarla esta noche, tengo que hacer algo, comprobar algo para lo que tengo que ser puro.

–No tengo dinero.

–No te preocupes. Yo te invito. Acaban de pagarme una novela.

–¿Eres escritor? –estaba sorprendido.

–¿Tu lo eres?

–No, aún no. No me han publicado nada.

–Entonces tú eres el escritor, no yo.

No hubo más palabras, simplemente caminamos dando tumbos de un lado para otro hasta el puticlub de las afueras.

Tuvimos problemas para entrar, el segurata no nos vio con buenas pintas, pero mi nuevo amigo sacó un fajo de billetes y dio una buena parte al hombre. El dinero nos abrió el camino. El dinero abre todos los caminos.

Yo nunca había estado en un local de ese estilo. La barra estaba en un lado. Había sillones por todas partes, y en el centro, un escenario con una barra americana donde bailaba una chica que no tendría más de dieciocho años, rubia, de pechos pequeños y con unas piernas preciosas.

Nos sentamos en la barra y pedimos dos whiskys. Yo acabé el mío en seguida.

–¿Cómo te llamas? –terminé por preguntarle al tipo.

–Llámame Bob, no es mi nombre, pero me gusta que me llamen así. Es una manía.

–De acuerdo Bob, yo soy Roberto –y nos estrechamos las manos formalmente, como si acabásemos de conocernos. Tenía un apretón de manos fuerte, seguro de si mismo, al contrario que el mío.

Pronto se nos acercaron dos putas. Una de ellas era mulata, de tetas grandes, culo grande, pelo largo y rizado. Decidí que esa iba a ser para mí. Se lo dije a Bob. No puso objeciones. Él se quedó con una chica nórdica, bastante delgada. Se parecía mucho a la que estaba bailando en la barra americana.

Invité a una copa a la chica y después me llevó a una habitación. Sin hablar empezó a desnudarse. No le resultó muy difícil, sólo llevaba una pequeña falda que apenas cubría su hermoso trasero y una camiseta de tirantes que terminaba al final de sus pechos. Antes de darme cuenta me había bajado los pantalones y me la estaba chupando. Lo hacía muy bien. Hacía mucho tiempo que no me la chupaban. Eché la cabeza hacia atrás y me dejé llevar. Un rato después la eché en la cama y se la metí. No tardé mucho en correrme, me había puesto muy cachondo. Mejor para mí, no me sentía bien conmigo mismo yendo de putas, y mejor para ella, menos trabajo.

Salí al bar y pedí una cerveza. Bob no había terminado.

Para cuando él terminó yo ya había acabado con todo el dinero que me quedaba. Cinco cervezas más. Estaba muy borracho, pero me sentía bien, hacía tiempo que no mojaba, y el sexo y el alcohol siempre son buena mezcla.

–Estoy preparado –me dijo Bob mientras se subía la cremallera y se ajustaba el sombrero de copa.

–¿Preparado para qué? –se me trababa la lengua, pero él no tuvo problemas para entenderme. Los borrachos tenemos un don para comunicarnos entre nosotros.

–Todo es observación. Nada de palabrería barata. Se trata de un momento espiritual –dicho esto, se abrochó el smoking, me arrebató mi última cerveza de las manos, la apuró y salimos.

Caminamos dando tumbos hacia una vieja iglesia románica con una gran torre de campanario. Ni siquiera sabía dónde estaba. Sin embargo, Bob parecía tenerlo todo planeado desde hacía bastantes años.

–¿Estás listo? –me dijo.

–Listo para qué –contesté.

–Para observar. Sólo eres testigo. Nada más.

Yo estaba desorientado, todo giraba a mi alrededor, y de repente ví cómo Bob comenzaba a quitarse el sombrero de copa y el smoking y me los daba. Después se acercó a la base del campanario y puso sus manos sobre ella. Sentí como si el edificio vibrara, aunque no podía saber si era una percepción producida por el alcohol, así que lo tomé como algo normal.

Lo que vino después me dejó atónito. Había dejado de mirar a Bob para ver a un gato que había pasado frente a mí y se había metido bajo un coche aparcado al lado de la iglesia. Cuando volví a mirar, para mi asombro, Bob estaba trepando por la pared del campanario a toda velocidad. No como un escalador normal, no necesitaba apoyos de ningún tipo, era una especie de Spiderman borracho. Yo no sabía qué hacer. Estaba petrificado. Por fin llegó arriba y tocó con los nudillos una de las campanas.

Pero para entonces yo ya no estaba mirando, una pareja de la policía me estaba cacheando mientras que otro más gritaba a Bob que bajara de allí. Este obedeció sin más, de un salto se plantó en el suelo, cayendo de pie como los gatos.

–¿Quién coño es ese tipo? –era la pregunta que nos hacíamos tanto los policías como yo.

En unos minutos estábamos los dos en el coche patrulla preguntándonos qué carajo había pasado, recostados cada uno contra su ventanilla, sin pensar, sin hablar, sin movernos, sólo esperando.

Nos metieron en una pequeña celda con dos literas, un váter y un lavabo. Yo me tumbé en la litera de abajo. Bob se quedó apoyado contra los barrotes, pensativo.

–Ha llegado mi momento –me dijo.

–¿Qué?

–Es la hora.

–La hora de qué.

–Todo ha terminado para mí.

–¿De qué hablas? –empezaba a pensar que ese tipo estaba loco.

–He alcanzado la altura, ya puedo marcharme.

No hubo más palabras, ni tuve tiempo para reaccionar. No se cómo, del forro del smoking sacó un cuchillo con el que cortó su cabeza como si de una salchicha se tratase. Yo me quedé paralizado. No sabía si estaba soñando, o si era una alucinación, o si todo aquello había sido real. El caso es que al caer la cabeza al suelo, el cuerpo de Bob desapareció.