jueves, 18 de febrero de 2010

Putas y alcohol

Estaba sentado en la barra del bar de la esquina frente a mi piso; como casi cada noche. Ante mi, la enésima cerveza y mi pequeña libreta donde había intentado escribir algo. Era inútil. Estaba en una de esas épocas de la vida en que te bloqueas y cualquier esfuerzo sólo empeora las cosas. Así que había decidido desperdiciar la noche emborrachándome.

Mi visión era ya bastante borrosa, pero me gustaba observar a la gente que había a mi alrededor. Era un bar de “nivel”; casi todos cerdos enchaquetados, de pelo engominado y cara suave y recién afeitada, disfrutando de una copa después del trabajo. Yo no encajaba, con mis ropas andrajosas, mi barba larga, mi cara demacrada por el abuso del alcohol y las drogas… pero me daba igual. Podían darles por culo. Era el único bar cerca de casa, y no tenía ganas de andar más.

Sólo una persona llamó mi atención. Había estado a mi lado todo el tiempo, pero había estado demasiado concentrado en mí mismo como para darme cuenta. El tipo estaba recostado contra la barra, con la cabeza sobre los brazos. Parecía dormido. Llevaba un sombrero de copa, unos vaqueros rotos por varios sitios y un smoking en el que había escrito poemas por todos lados. No fui capaz de leer ninguno. Estaba demasiado borracho.

–Eh, amigo –le dije.

No hubo respuesta. Estaba dormido. O lo parecía. Al menos respiraba. Decidí dejarlo en paz y seguir bebiendo.

–Somos demasiado viejos, la dama negra nos acecha tras las esquinas, cuidado –había hablado el tipo del sombrero. Ni siquiera había levantado la cabeza para decir aquello. Estaba curda, de eso no había duda.

–Amigo, ¿te encuentras bien? –le pregunté.

Levantó la cabeza y me miró. Sus ojos eran azules, unos ojos preciosos. Era un rostro joven, marcado por una perilla bastante larga y unas cejas rubias prominentes.

–¿Acaso puede alguien encontrarse bien en un estercolero?

–Sí, los cerdos.

–¡Exacto! Y aquí los tienes. Estamos rodeados de ellos. Somos su alimento. Esperan a comernos. Tenemos que escapar de aquí –y se levantó y se dirigió a la puerta. Al ver que yo no me movía me hizo un gesto insistente con la mano. Terminé por ceder y recogí mi libreta, la guardé en el bolsillo de mi abrigo y salí detrás de aquel tipo.

–Está bien, ¿y ahora qué hacemos? –pregunté.

–Nos vamos de putas. El sexo purifica el alma. Y necesito purificarla esta noche, tengo que hacer algo, comprobar algo para lo que tengo que ser puro.

–No tengo dinero.

–No te preocupes. Yo te invito. Acaban de pagarme una novela.

–¿Eres escritor? –estaba sorprendido.

–¿Tu lo eres?

–No, aún no. No me han publicado nada.

–Entonces tú eres el escritor, no yo.

No hubo más palabras, simplemente caminamos dando tumbos de un lado para otro hasta el puticlub de las afueras.

Tuvimos problemas para entrar, el segurata no nos vio con buenas pintas, pero mi nuevo amigo sacó un fajo de billetes y dio una buena parte al hombre. El dinero nos abrió el camino. El dinero abre todos los caminos.

Yo nunca había estado en un local de ese estilo. La barra estaba en un lado. Había sillones por todas partes, y en el centro, un escenario con una barra americana donde bailaba una chica que no tendría más de dieciocho años, rubia, de pechos pequeños y con unas piernas preciosas.

Nos sentamos en la barra y pedimos dos whiskys. Yo acabé el mío en seguida.

–¿Cómo te llamas? –terminé por preguntarle al tipo.

–Llámame Bob, no es mi nombre, pero me gusta que me llamen así. Es una manía.

–De acuerdo Bob, yo soy Roberto –y nos estrechamos las manos formalmente, como si acabásemos de conocernos. Tenía un apretón de manos fuerte, seguro de si mismo, al contrario que el mío.

Pronto se nos acercaron dos putas. Una de ellas era mulata, de tetas grandes, culo grande, pelo largo y rizado. Decidí que esa iba a ser para mí. Se lo dije a Bob. No puso objeciones. Él se quedó con una chica nórdica, bastante delgada. Se parecía mucho a la que estaba bailando en la barra americana.

Invité a una copa a la chica y después me llevó a una habitación. Sin hablar empezó a desnudarse. No le resultó muy difícil, sólo llevaba una pequeña falda que apenas cubría su hermoso trasero y una camiseta de tirantes que terminaba al final de sus pechos. Antes de darme cuenta me había bajado los pantalones y me la estaba chupando. Lo hacía muy bien. Hacía mucho tiempo que no me la chupaban. Eché la cabeza hacia atrás y me dejé llevar. Un rato después la eché en la cama y se la metí. No tardé mucho en correrme, me había puesto muy cachondo. Mejor para mí, no me sentía bien conmigo mismo yendo de putas, y mejor para ella, menos trabajo.

Salí al bar y pedí una cerveza. Bob no había terminado.

Para cuando él terminó yo ya había acabado con todo el dinero que me quedaba. Cinco cervezas más. Estaba muy borracho, pero me sentía bien, hacía tiempo que no mojaba, y el sexo y el alcohol siempre son buena mezcla.

–Estoy preparado –me dijo Bob mientras se subía la cremallera y se ajustaba el sombrero de copa.

–¿Preparado para qué? –se me trababa la lengua, pero él no tuvo problemas para entenderme. Los borrachos tenemos un don para comunicarnos entre nosotros.

–Todo es observación. Nada de palabrería barata. Se trata de un momento espiritual –dicho esto, se abrochó el smoking, me arrebató mi última cerveza de las manos, la apuró y salimos.

Caminamos dando tumbos hacia una vieja iglesia románica con una gran torre de campanario. Ni siquiera sabía dónde estaba. Sin embargo, Bob parecía tenerlo todo planeado desde hacía bastantes años.

–¿Estás listo? –me dijo.

–Listo para qué –contesté.

–Para observar. Sólo eres testigo. Nada más.

Yo estaba desorientado, todo giraba a mi alrededor, y de repente ví cómo Bob comenzaba a quitarse el sombrero de copa y el smoking y me los daba. Después se acercó a la base del campanario y puso sus manos sobre ella. Sentí como si el edificio vibrara, aunque no podía saber si era una percepción producida por el alcohol, así que lo tomé como algo normal.

Lo que vino después me dejó atónito. Había dejado de mirar a Bob para ver a un gato que había pasado frente a mí y se había metido bajo un coche aparcado al lado de la iglesia. Cuando volví a mirar, para mi asombro, Bob estaba trepando por la pared del campanario a toda velocidad. No como un escalador normal, no necesitaba apoyos de ningún tipo, era una especie de Spiderman borracho. Yo no sabía qué hacer. Estaba petrificado. Por fin llegó arriba y tocó con los nudillos una de las campanas.

Pero para entonces yo ya no estaba mirando, una pareja de la policía me estaba cacheando mientras que otro más gritaba a Bob que bajara de allí. Este obedeció sin más, de un salto se plantó en el suelo, cayendo de pie como los gatos.

–¿Quién coño es ese tipo? –era la pregunta que nos hacíamos tanto los policías como yo.

En unos minutos estábamos los dos en el coche patrulla preguntándonos qué carajo había pasado, recostados cada uno contra su ventanilla, sin pensar, sin hablar, sin movernos, sólo esperando.

Nos metieron en una pequeña celda con dos literas, un váter y un lavabo. Yo me tumbé en la litera de abajo. Bob se quedó apoyado contra los barrotes, pensativo.

–Ha llegado mi momento –me dijo.

–¿Qué?

–Es la hora.

–La hora de qué.

–Todo ha terminado para mí.

–¿De qué hablas? –empezaba a pensar que ese tipo estaba loco.

–He alcanzado la altura, ya puedo marcharme.

No hubo más palabras, ni tuve tiempo para reaccionar. No se cómo, del forro del smoking sacó un cuchillo con el que cortó su cabeza como si de una salchicha se tratase. Yo me quedé paralizado. No sabía si estaba soñando, o si era una alucinación, o si todo aquello había sido real. El caso es que al caer la cabeza al suelo, el cuerpo de Bob desapareció.

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