jueves, 18 de febrero de 2010

Las monjas también follan

Era un hombre solitario. Siempre lo había sido. Pero aún vivía con mi madre. Y ahí me encontraba yo, en un convento de monjas, de recadero, a comprar dulces.

Estaba en una habitación oscura, amplia, fría, de piedra. Me intimidaba. En todo lo alto del muro principal, un enorme crucifijo con el cristo más feo que había visto en toda mi vida. Me dieron ganas de taparle la cara con algo. Era ofensivo. Odiaba la manía masoquista cristiana de colgar por todas partes a un tipo crucificado y sangrando por el costado. Es algo desagradable. Quizá a ellos les excitaba, nunca lo comprendí, ni llegaría a comprenderlo.

En una de las esquinas había una especie de ruleta al otro lado de la cual se suponía que estaba la monja de los dulces. Me acerqué a ella y grité:

–¡BUENOS DÍAS!

–No grite tanto, le oigo perfectamente –respondió la voz de la monja. Era una voz de ultratumba, acompañada por un siniestro eco que rebotaba en las paredes. Yo estaba de resaca, y empezaba a ponerme nervioso.

–Quiero una docena de magdalenas –dije.

–Su voz suena agradable.

–¿Es esto normal?

–¿El qué?

–Esto. Que una monja diga esas cosas.

Durante un rato nadie contestó. A mi derecha se abrió una puerta gruesa de madera. Estaba muy carcomida y produjo un irritante chirrido al deslizarse.

–Pase –dijo la voz del eco.

Obedecí. No sabía cómo iba el asunto. Nunca había comprado dulces en un convento. Al otro lado de la puerta estaba la monja, toda cubierta por unos hábitos marrones y una especie de gorro blanco que le cubría toda la cabeza. Sólo llevaba descubierto el rostro, aunque era un rostro bello. Tenía unos ojos azules, pequeños, rasgados. Unos labios gruesos y rojizos. Por el color de sus cejas debía ser rubia.

–Sígame.

A mi todo aquello me parecía extraño. Íbamos a salir de la cocina, y los dulces estaban en la cocina, supuestamente. A no ser que tuvieran una especie de almacén o algo parecido. Aún así, era raro. Después de todo, había oído que eran monjas de clausura. Hasta donde llegaba mi conocimiento, eso es que nadie entraba, nadie salía. Eran las normas. No comprendía por qué aquella monja las estaba incumpliendo.

Seguimos a lo largo de un corredor abovedado, también de piedra, también frío. Al final nos paramos ante una de las puertas laterales y entramos. Resultó ser una de las habitaciones. Supuse que era la suya, por la forma de mirar de la monja de un lado para otro comprobando que nadie nos observara. Y así era. Aquello parecía un cementerio de noche. ¿Dónde estarían el resto de las monjas? Me preguntaba.

Al entrar en la habitación, cerró la puerta con el pestillo y comenzó a quitarse el hábito.

–¡Eh! ¡Qué haces! –grité.

–Calla, nos van a oír.

–Pero esto… eres monja joder…

–¿Y eso qué importa? También tenemos necesidades.

En parte tenía razón. Y estaba dispuesto a complacerla. La verdad es que yo no tenía muchos escrúpulos, y la chica, porque era una chica aún, estaba bastante bien sin el hábito. Tenía unos buenos pechos, un buen culo, e incluso llevaba el coño depilado. Cosa que supuse extraña en una monja. Sólo me echaba atrás una cosa. El maldito crucifijo colgado encima de la cama. Se lo dije.

–¿No te gusta?

Se subió a la cama y lo descolgó.

–Puede ser muy útil. Mira.

Se tumbó sobre la cama y empezó a acariciarse los pechos con la punta del crucifijo, girándola alrededor de los pezones, que pronto se endurecieron. Luego lo fue bajando suavemente sobre su estómago hasta llegar a su coño, donde jugueteó con él un buen rato y, para mi asombro, terminó dentro de él cuan largo era. La chica se movía como una experta, gemía, maldecía, se agarraba a las sábanas, era una auténtica puta. Me preguntaba por qué era monja.

Al final terminé por ponerme cachondo y con una gran erección entre las piernas. Me quité la ropa lo más rápido que pude, le arranqué el crucifijo, lo tiré al suelo y se la clavé. En unas veinte embestidas ya me había corrido. Mi primera experiencia con una monja no me había permitido aguantar más. Lo sentía por ella.

Me tumbé a su lado, desnudo, y encendí un cigarrillo.

–¿Cómo te llamas? –le pregunté.

–Teresa.

–El éxtasis de Santa Teresa –respondí riendo–, tiene gracia.

A ella no pareció sentarle bien la broma. Se dio la vuelta y me dio la espalda.

–Tienes que irte.

–Está bien, ya me voy.

Me levanté de la cama y me vestí con calma. Al ver junto a mi ropa el crucifijo tirado en el suelo me dieron escalofríos.

–Acompáñame hasta la salida, si no voy a perderme –le dije.

–Está bien.

Es sorprendente lo rápido que se viste una monja. Las otras chicas con las que había estado tardaban como mínimo cinco minutos, incluido arreglarse el pelo. Ella no. En un minuto, quizá menos, estaba lista. Parecía preparada para una llamada de urgencia de los bomberos.

En unos momentos recorrimos el camino por el que habíamos ido hasta la habitación, también sin cruzarnos a nadie, y en poco tiempo estaba de nuevo en la calle.

Cuando llegué a casa, mi madre estaba planchando. Había un montón enorme de ropa arrugada sobre uno de los sillones. Nada más sentirme entrar me preguntó por las magdalenas.

–¡Joder, las magdalenas! Se me han olvidado.

–No me jodas –soltó la plancha y fue hacia la puerta, donde yo me había quedado parado.

–¿Para qué coño te mando yo a los recados? Seguro que te has gastado el dinero en whisky. Eres un alcohólico de mierda.

–Que no joder, que se me ha olvidado. El dinero está aquí, mira… –y rebusqué en los bolsillos de mis vaqueros, pero el dinero no estaba. Lo había perdido. Seguramente al tirar la ropa durante el revolcón con la monja. Pero cómo le explicaba yo eso a mi madre. Era mejor que pensara que lo había gastado –pues no está. Debe de haberse perdido.

–Los cojones se ha perdido. Roberto hijo que nos conocemos, que siempre haces lo mismo. Te mando a por algo y te gastas el dinero. Esta no sería la primera vez.

–De verdad mama que lo he perdido. Esta vez no lo he gastado. Y lo de las magdalenas es que me he encontrado con el Rafa y hemos estado hablando y se me ha ido de la cabeza el recado. Lo siento.

–El Rafa… Mal bicho está hecho ese… en mala hora te juntaste con él. Seguro que os habéis gastado el dinero en porros.

–Que no…

–Mira es igual, ya no hay remedio, pero mañana vas a volver y me vas a traer las magdalenas. Y espero que esta vez vengas con ellas de vuelta.

–Vale, sin problemas.



A la mañana siguiente me desperté empapado en sudor, con una tremenda erección. Las sábanas estaban revueltas, había tenido un sueño agitado. En ese momento, las doce del mediodía más o menos, entró mi madre en la habitación. Apenas me dio tiempo de taparme la polla con la almohada.

–Levántate ya vago, que tienes que ir a por las magdalenas.

–Que obsesión con las putas magdalenas. Ni que te fuera la vida en ello.

–Si las hubieras comprado ayer…

–Está bien, ya voy. Déjame vestirme al menos.

–Vale, date prisa –y salió dando un portazo. Sabía que lo odiaba.

Me costó mucho vestirme. Me sentía cansado, era como si el sueño de la noche anterior hubiera sido real, como si hubiera estado con Teresa de nuevo. Esa maldita monja me había obsesionado. Tenía que volver a follar con ella. Si no me volvería loco.

Cuando salí de la habitación mi madre me había preparado un café. Lo tomé rápido y salí a la calle. El convento no estaba muy lejos de casa. No tardé en llegar. Aún así el tiempo se me hizo eterno hasta que ví de nuevo la ruleta de la sala fría de piedra. Me acerqué a ella y pregunté por Teresa.

–¿Quién es Teresa? –respondió la voz de ultratumba. Era su voz. Estaba seguro de ello. No entendía nada.

–¿Puedo pasar?

–¿Está usted de broma? ¿Va a comprar algo? Si no váyase por favor.

–Está bien. Una docena de magdalenas, por favor.

–En seguida.

Pasaron unos segundos y aparecieron los dulces por la ruleta. Yo dejé el dinero y la hice girar de nuevo. Después me fui.

Sólo era otra ninfómana. Debía haberlo visto antes.

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