jueves, 18 de febrero de 2010

Minúscula existencia

Era una de estas tardes bochornosas de verano. Estaba tirado en mi cama, sin camiseta, sin pantalones, yo en mi estado puro y, cómo no, repleto de sudor. Una botella de whisky a mi lado, abierta y semivacía, me recordó la borrachera de la mañana. El desayuno de los campeones. Había pasado unas cuatro o cinco horas durmiendo, no lo sabía con certeza. Sólo era consciente del crudo despertar, cuando el techo se me vino encima, o eso creí. El alcohol causaba de nuevo sus estragos en un cerebro ya bastante destrozado.

Pronto comprendí que tenía que levantarme de aquella cama. Una horda entera de arañas, hormigas, mantis, cucarachas e insectos de los que no había oído hablar en mi vida comenzaban a trepar por ella. Empecé a ponerme nervioso. Aquello era ridículo. Yo, un tipo de treinta años, regordete y alto, asustado por el ataque de unos insignificantes insectos. Pero ellos acudían con ardor guerrero a la batalla, y yo sólo tenía ardor de estómago. Ni siquiera sabía dónde estaban mis pantalones.

Un profundo trago a la botella de whisky –que terminó con su contenido, todo hay que decirlo–, dio la fuerza y el calor necesario a mis mórbidos músculos para saltar de la cama antes de que aquel diminuto ejército llegara a la cima y acabara con mi corta existencia. Si ellos acababan conmigo, ¿quién cumpliría mi misión? No podía permitirlo bajo ninguna circunstancia.

Seguí buscando los pantalones. Habían desaparecido. En un momento me pareció que se sostenían sobre sus propias perneras del techo de mi habitación. Era demasiado tarde para tratar de cogerlos. Los insectos se habían dado cuenta de mis movimientos y contraatacaban. Tenía que escapar de allí, era una prioridad. Cogí a toda prisa mis botas y un billete arrugado de cincuenta euros y salí de allí, dando un portazo con el cual aplasté varios soldados del frente enemigo. El crujir de aquellos bastardos era música para mis oídos. Había ganado una batalla, pero no la guerra. Tarde o temprano lograrían salir de la habitación al igual que habían entrado y me encontrarían, por supuesto que me encontrarían, siempre lo hacen.

Decidí salir a toda prisa de aquel lúgubre piso y ponerme las botas en las escaleras. Mientras lo hacía, una mujer, decente, como todas hoy en día –falsa decencia–, pasó por mi lado como quien camina junto a un león hambriento, muy despacio al principio, dominada por el miedo, y, una vez que me sobrepasó, a toda prisa. A punto estuvo la desdichada mujer de tropezar y rodar escaleras abajo. Así habría llegado antes abajo, pensé.

Salí a la calle. El sol me dio de cara y me obligó a cerrar los ojos. Era extraño, llovía, pero no veía nubes por ningún sitio. Tal vez fuera una jugarreta de mis archienemigos los insectos. Incluso me planteé que pudieran controlar el tiempo a su antojo. Me llevaban ventaja, tenía que andar prevenido.

Frente a mí caminaba, en la acera de enfrente, una anciana, toda ella muy bien ataviada con sus joyas, su pelo enlacado hasta cortar la respiración, su enorme bolso de cuero estilo Mary Poppins, su vestido elegante a la par que sobrio… en fin, como todas las viejas que van a misa los domingos y matan el tiempo mirando por la ventana de sus enormes casas que huelen a humedad y hacen puntillo.

Me acerqué a la vieja, muy despacio para no asustarla –recordaba a la mujer de las escaleras–, y la saludé debidamente.

–Señora, ¿usted un paraguas para dejarme? Esta lluvia me va a empapar.

La vieja parecía desorientada. Miró hacia el cielo. Ni una puñetera nube. No comprendía cómo un tipo gordito, en calzoncillos y con barba bastante descuidada le pedía un paraguas. Su reacción tardó en aparecer, pero llegado el momento eclosionó sobre mis tímpanos su agudo chillido. Acto seguido echó a correr. Era increíble que pudiera correr tan rápido a su edad, deberían darle una medalla.

–La jodida vieja me ha dejado sordo, vaya pulmones, Stuart.

Stuart era mi amigo el lagarto. Vivía en la pared de enfrente de mi piso. A veces, al verme salir de casa se acercaba reptando con sus pequeñas patitas a un nivel más bajo y charlaba conmigo sobre literatura, cine, pornografía y demás cosas vanales.

–No comprende la minúscula existencia –respondió él con su voz aguda y serpentina, dejando ver su lengua partida a cada palabra –nadie la comprende realmente. Estamos solos, amigo.

–Sí, estamos solos, cuánta razón tienes.

Callé durante unos segundos, reflexionaba. Estamos solos… qué triste hecho. Nadie debería estar sólo. Todos necesitamos apoyos, pero mi mesa había perdido todas las patas hacía muchos años.

Pasó una joven, no tan bien vestida. Una de esas nuevas “hippys” que compran su ropa en grandes multinacionales, centros de manipulación mental donde asumen todos los estilos para que cedas a su poder.

–¿Querrías ser mi apoyo? –le pregunté. Otra que echa a correr. Entonces miré hacia abajo, hacia mis sucios calzoncillos. Llevaba cuatro días con ellos puestos, y estaban bastante sucios. A través de ellos –eran unos boxers, no dejaban nada a la imaginación– se intuía una enorme erección. Yo ni siquiera me había percatado de ese hecho. Aún estaba borracho, comprendí. Eso era lo que asustaba a la gente. Debía hacer algo para remediarlo.

Me despedí de Stuart con algo parecido a un saludo militar –era mi aliado en la guerra contra la marabunta– y me dirigí calle arriba.

Tenía la suerte de vivir junto a una tienda de ropa. Caminé presuroso hacia allí y entré con energía.

–¡Sírvame una ración de ropa, vengo calado! ¡Esta lluvia va a acabar matándome!

La dependienta me observó sin saber qué decir. Poco después su vista recorrió en círculos mi cara, la cristalera, y más allá el cielo, y mi paquete. Yo observé esto último, por lo que le dije a la pobre mujer que no se preocupara, que aquello era crónico, un defecto en los genes.

Y ella seguía muda. Al final decidí moverme yo mismo entre los percheros, buscando algo de ropa que estuviera a mi altura. Encontré unos vaqueros ajustados y una camiseta negra sin mangas. Sin entrar siquiera en el probador, me vestí allí mismo, ante la atónita mirada de la joven dependienta.

–No está mal, le echaría un polvo –no sabía si había dicho aquello o lo había pensado. Pero daba igual, no iba a comerme el tarro por minucias.

Una vez listo, salí por la puerta como si tal cosa, sin pagar. La joven estaba tan sorprendida que fue incapaz de moverse para exigirme el importe de las prendas. Mejor para mí.

Y andar. Andar, sumergido como siempre en mi propia locura… ¿locura? Quién sabe. ¿Cómo podía saber yo lo que era la locura? Algo impensable, en mi opinión.

Recordé viejos tiempos, tiempos antes de la guerra, de mi guerra, mi batalla contra el día a día. Tiempos de una familia normal, una vida normal, amigos normales… tiempos que preceden a la botella y la droga. Tiempos borrosos al fin y al cabo. No merecía la pena pensar en ellos, quedaban muy atrás ya. Había recorrido mucho camino.

Y así llegué a una pequeña plaza, su tranquilidad alborotada por un mercado medieval. Aquí y allí tiendas de colores primarios, con telas gruesas, que mostraban todo un inventario de collares, pulseras, lámparas y demás vanidades. Gente vestida al estilo antiguo, o al menos lo intentaban. Pobres. Tipos sin camiseta llevando serpientes al cuello. Todo muy rápido, demasiado rápido para mí. Todo esto me recordó que necesitaba un chute, sólo uno, que me permitiera tolerar tanta falacia. Por desgracia no tenía nada. Y no sabía cuándo podría conseguirlo; yo nunca buscaba la droga, la droga venía a mí.

Mi indignación recayó sobre uno de esos puestos. “Comercio Justo”, rezaba su emblema. Corrí hacia él, o caminé deprisa, no lo recuerdo. Podría haber sido cualquiera de las dos opciones.

Me acerqué, quizá demasiado, a una de las jóvenes que estaban al otro lado del pequeño puesto de madera. La pobre se asustó, yo era muy grande y mi aliento debía de oler a demonios. Da igual, que la jodan, se lo merece.

–¿Comercio justo? –exclamé –y, en verdad, ¿de qué se trata?

La joven parecía atónita. Nadie llegaba así de sopetón y le preguntaba cosas como aquella. Todo el mundo se acercaba, miraba, preguntaba el precio de algún producto, si le interesaba lo pagaba y se iba, así sin más. Muestra de la relación capitalista de los individuos. Y ahora llegaba alguien como yo, con mi barba de tres días, mi aliento de resaca y empapado por una lluvia que en verdad me estaba atormentando, y le preguntaba algo como aquello. En verdad la joven no sabía qué responder. No la habían instruido para casos como este.

– ¿A qué se refiere? –se limitó a preguntar con voz tímida, casi inaudible. Yo le daba miedo, eso era evidente.

–La pregunta es clara, si no me equivoco –me había ofendido. Me trataba como si fuera gilipollas. No iba a permitirlo, claro que no.

La joven, tras un minuto de reflexión, inseguridad y tartamudeos entorpecidos por algún que otro suspiro, respondió:

–Pues aquí vendemos productos que ha fabricado la gente del tercer mundo.

–¿Y no es eso, acaso, rastrero?

Una vez más quedó la joven paralizada. Sin duda ella tenía buenas intenciones, no era responsable de nada, estaba engañada. Pero yo iba a cebarme con ella, con su inocencia.

–¿Son estos tercermundistas obreros cualificados? –proseguí, sin dar tiempo a una respuesta de la titubeante muchacha –es evidente que no. Son padres, madres, niños, familias enteras trabajando sin descanso para recibir un mísero beneficio. Tal vez un triste y sucio plato de comida, ¿no es así?

Más silencio incómodo. Era evidente que aquella pobre muchacha sólo hacía lo que le mandaban. No tenía ni puta idea de lo que había detrás del telón. Simplemente se limitaba a actuar, y yo la ayudé en su representación.

–¿Cuánto vale esta tableta de chocolate? –pregunté, señalándola.

La joven pareció relajarse un poco.

–Cinco euros, señor –contestó. Me sacó un poco de quicio su cortesía.

–¿Cinco euros? ¡Pero si eso es una pequeña fortuna! ¡Con eso consigo yo un gramo de hachís! ¡Es abusivo! ¿A quién va a parar todo ese dinero?

–El dinero es para quienes lo fabricaron, señor.

Justo tras estas palabras, y para mi asombro, el rostro de aquella joven, en un principio medianamente atractiva, comenzó a alargarse y ensancharse, y a tornarse de color negro. Donde antes tenía el pelo brotaron dos largas antenas. Entonces lo comprendí todo. Era el arma secreta de mis mortíferos enemigos los insectos, el gran final para una historia triste, una historia sobre la mínima existencia.
Pero yo fui más rápido que aquel jodido insecto. Me lancé sobre él y agarré su cuello, que ahora era pegajoso y de color negro, con mis dos manos y comencé a apretar con todas mis fuerzas. Apreté, apreté, y durante lo que me pareció una eternidad aquella monstruosidad se resistió con todas sus fuerzas, pero yo era más poderoso. Y al final su cabeza, su repelente cabeza, terminó cayendo inerte hacia un lado.

Tras esto, sólo recuerdo que dos hombres azules me golpearon en la cabeza y me inmovilizaron.




Hace tres días de todo aquello. Hoy duermo en una celda que, misteriosamente, se hace cada vez más estrecha. Escribo estas páginas como referencia de la vida, o una porción de ella, de alguien que luchó por la causa. La causa del hombre. Mi causa. Hoy caigo en la batalla. Ya veo cómo los insectos, esos malditos demonios diminutos, trepan por la inestable y sucia cama de la celda. Vienen a por mí, ya suben por mis piernas. Me devoran. En último instante, Stuart, en el techo.

–No sufras, tan sólo eres parte de la mínima existencia.

Tiene razón. Soy una mínima existencia. Soy parte de ella. Y mi muerte no será en vano.

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