jueves, 28 de octubre de 2010

NADA

Hiere el todo,
mata el nada.
Susurros, gritos,
y a mordiscos desgarran las palabras,
y ya no creo en
NADA...
todo o nada...
Nada escondo, todo estalla,
será difícil llegar
a más mañanas.
Encuentra, busca,
dispara,
que nunca sabrás
NADA...
que la rabia sólo sabe
de bonitas
falsas
estafas...
NADA...
...que perder,
ni sudores fríos
para húmedas almohadas...
NADA...
Ya no quiero, ya no tengo
NADA...

El buitre multicolor engulló a la abeja maya

Toda una tarde sentado ante una televisión que no le decía nada. Un cubo de plástico, vidrio, chatarra y cables, muchos cables que transmitían basura comprimida en altas dosis.

El tiempo pasaba indescriptiblemente rápido, e indescriptiblemente lento, y todo a consecuencia de alguna especie de hechizo que hacía que una pantalla parpadeante absorbiera toda la atención, convirtiéndose en el centro de un mundo que ya era incontrolable.

Aquel hombre, uno de tantos, había sido demacrado, sumido en una pequeña y personal decadencia, lenta pero efectiva, propiciada por un trabajo monótono, como casi todos, y propulsada por aquel depósito de mentes aturdidas.

¿Qué echaban en aquel momento? ¿En qué canal?

¿Qué importaba?

Todo era lo mismo, más de lo mismo, la repetición hasta la saciedad de idéntica mierda glorificada y adorada como si de ídolos prehistóricos se tratase.

Y allí seguía, en aquel sofá símbolo de la comodidad más absurda, de esa que te aliena como persona y como librepensador, con su culo blando y blanco, carne de maricas, hundido en un cojín desinflado como las tetas de una vieja.

Su vida, o su concepción de vida: siempre un círculo semejante al que trazan los perros al tratar de morderse el rabo; se levantaba, eso sí, temprano, bien temprano, iba a trabajar, volvía a casa, televisión, televisión, televisión, televisión… cama; y vuelta a empezar.

Y dicen que la televisión fomenta el arte…

Más bien es la destrucción del arte, un arma creada para controlar, el nuevo perro pastor. La Iglesia pierde fuerza, había que crear otra cosa, y la crearon. Y el arte agoniza. Qué tiempo queda para dejar volar la imaginación y la propia capacidad. Cerebros dormidos no crean. Cerebros que no crean, cerebros que permanecen sedentarios, por siempre anti-subversivos.

Pero a pesar de todo aquel hombre, barbudo, rechoncho, de piel blanca y pelo rubio, casi castaño, ojos verdes y sangre de horchata, seguiría allí pasmado mientras le quedasen fuerzas.

Cada vez que le veía pensaba «joder, sólo le falta un hilillo de baba recolgando de la barbilla». Y era tan triste…

Y la vida tan corta que da asco.
Siempre, claro está, quedaba algo de tiempo libre por cubrir: ordenador, videojuegos, lo de costumbre para una vida aburrida. No podía estar continuamente pegado a la televisión, había que cambiar.

A veces llegaba incluso a oler mal. Estaba largos periodos de tiempo sin ducharse por miedo a perderse el inicio del siguiente programa. O simplemente quedaba absorto, sin pensar en nada, ni en el mundo de la televisión, ni en el de fuera, simplemente allí, sentado, mirando una caja hueca, vacío.

Lamentable.

Yo vivía con él, sí, es cierto. Y no lo comprendía. Era lo más absurdo que había visto en mi vida… y mira que he visto cosas absurdas.

Yo pasaba el tiempo ―o el tiempo me pasaba a mí, según se mire― encerrado en mi habitación, siempre, sin excepción, con la puerta cerrada. Allí encendía la mini cadena, normalmente con algo de música rock, preferentemente en inglés, para no centrar mi atención en la letra y poder captar la esencia de la melodía. Después, casi de manera ritual, encendía una vela, que siempre colocaba a mi izquierda, y abría el ordenador portátil. Podía pasar horas allí escribiendo, parando para tocar algo con la guitarra ―o intentarlo, trataba de aprender―, leer un rato o incluso dibujar. A veces pensaba que mi actitud era casi tan obsesiva y sedentaria como la suya. Y no estaba del todo equivocado, pero hay una diferencia: para escribir primero tienes que pensar ―me lo dijo alguien―, y para pensar tienes que alejarte de todo ese mundo de hipnotismo colorista.
A veces, sobre todo cuando el disco pasaba de una canción a otra, oía la televisión encendida, y la programación iba cambiando a lo largo del día, pero siempre era la misma mierda.

Y él permanecía allí sentado, comiéndose aquella mierda con los ojos.

Bonita forma de tirar toda una vida, o parte de ella, a la basura. El tiempo es demasiado rápido para perder horas ante un televisor.

Pero eso era incomprensible para él, su tiempo se dividía en franjas horarias televisivas, en horarios de mayor o menor audiencia, programación de mañana, tarde y noche. Auténtica y completa dependencia de la industria de la imagen.




No se ni cuantos días pasaron ―yo también había perdido la noción del tiempo; tenía el sueño cambiado, no dormía por las noches y dormía poco durante el día, todo por la obsesión de escribir y por los demonios que se instalaron en mi cabeza y que cada día clavaban sus garras allí donde habitan los sentimientos― hasta que un día estalló la bomba.

Él estaba, como de costumbre, sentado ante la televisión, comiendo ―debían ser más o menos las tres de la tarde―. En la televisión aparecía un señor, o un grandísimo come mierda, explicando con toda tranquilidad cómo un incendio había arrasado un bloque de pisos y habían muerto diecisiete personas. Qué típico.

Yo no se si saboreaba la comida, o simplemente la engullía mientras su mirada permanecía en la pantalla, ajena al resto del mundo.

El caso es que, pasados unos minutos de la aparición de las imágenes del edificio en llamas, la señal se fue. En la pantalla tan solo se veían pequeñas moscas grises arrejuntadas y en plena orgía.

Primero dominó la situación el silencio, tan solo interrumpido por el zumbido de la niebla.

Me sorprendió su expresión. Estaba relajada, serena. Sus ojos, algo humedecidos, no expresaban nada. Sólo esteticismo.

Se levantó, muy despacio, sin mirarme a mí, que estaba apoyado en el marco de la puerta del salón, y se acercó a la televisión. Primero hizo lo que cualquier persona sin unos conocimientos básicos de electrónica haría, comprobó que los cables estaban en su sitio y dio unos golpecitos a la caja. Nada. La imagen seguía igual. Desconectó el cable de la antena y volvió a conectarlo. Nada.

Por un momento entrelazó las manos detrás de la cabeza, formando una cómica imagen, y permaneció allí de pie, sin saber qué hacer.
―Esto… esto… esto… esto… ―era lo único que dejaba escapar entre unos labios secos y casi cerrados.

Comenzó a ponerse rojo, completamente rojo, como el capullo de una polla en erección. Su expresión era ahora más tensa. Todos los músculos de su cara se encontraban estirados. Resultaba hasta gracioso.

En mi vida había visto una imagen igual. Me sorprendió como una persona puede llegar a perder la cabeza por algo tan superfluo.

«Ojalá estudiara la carrera de psicología, podría hacer mi tesis con él», pensé con sorna. Podría parecer cruel reírse de él en esa situación, pero era imposible no hacerlo. ¿Quién no lo haría?

Pronto empezó a andar de un lado para otro de la sala, rodeando la mesa y llevándose esporádicamente las manos a la cabeza. No las dos a la vez, sino alternativamente, como si hubiera perdido la capacidad de coordinación.

Al verle hacer eso no pude evitar imaginármelo follando. Eso debía ser muy, pero que muy gracioso.

Pero ese es un tema que es mejor no tocar.

He de reconocer que había algo en su especie de “danza” de crisis nerviosa que me hipnotizó. No podía dejar de mirar cómo su barriga, reblandecida y fofa, bailaba de un lado para otro según caminaba y, sobre todo, al girar para coger la curva que hacía la mesa.

Y no pude evitarlo, estallé en carcajadas. Cualquier otra persona se habría ofendido, o se abría unido a las risas. Pero él ni siquiera me miró. Eso me desconcertó. ¿Sabía que yo estaba allí? Era extraño. Parecía sumido en su propio submundo. Eso no podía ser bueno.

De pronto, y sin motivo, comenzó a reírse ―y digo sin motivo porque yo hacía rato que ya no reía, no podía haberle contagiado―. Aunque su risa no era… no se… no era normal, natural. Era nerviosa, histérica quizá, como si el único medio que hubiera encontrado para expresar todo lo que sentía fuera la risa.

Y así estuvo durante al menos un cuarto de hora ― sin exagerar―, riendo sin parar con carcajadas agudas y chillonas como las de una vieja en celo.
Llegó un momento en que pesé incluso en llamar a una ambulancia. Pero justo entonces, como si me hubiera leído la mente, paró en seco. No fue un alto progresivo como cuando te da la risa tonta y no puedes parar de reír. Fue cosa de un instante, una milésima de segundo. Como si hubiera estado riéndose todo ese tiempo por propio gusto, sin tener ganas de hacerlo. Sólo por hacer algo.

Era el tío más raro que había conocido nunca.

No se que era peor, si la risa o lo que vino después. De repente comenzó a golpear la televisión, pero no la parte blanda de plástico, sino el duro vidrio de la pantalla. Por eso, a los tres o cuatro puñetazos ―estaba demasiado sorprendido como para contarlos― tuvo que parar porque le dolían las manos, y no sólo los nudillos. Normal.

Pero esto no acabó aquí. La mala experiencia con el vidrio le hizo comprender que sería más productivo golpear la parte de plástico, así que se puso a ello, y no tardó en partirlo, creando una fina grieta que recorría todo el lateral derecho del aparato.

Traté de agarrarle, sujetarle antes de que se hiciera daño ―la televisión me importaba una mierda, la verdad―, pero me fue imposible. Así que decidí dejarlo hacer. De todas maneras, me divertía, para qué negarlo.

Aún no había llegado lo más gracioso. Como en un acto solemne, salió lentamente por la puerta ―tuve que apartarme si no quería ser arrollado― y volvió con una tiza. Arrancó los cables del televisor y lo puso encima de la mesa. Entonces comenzó a pintar sobre el plástico multitud de pollas en erección, con sus dos cojones incluidos, cómo no, como un niño que acaba de descubrir que se le empalma si ve imágenes de mujeres desnudas.

Todo aquello era de lo más absurdo. Y lo peor era que no podía dejar de mirarlo. Aquel pobre individuo estaba viviendo en sus propias carnes su propia comedia televisiva. Era tan extraño verle ahí, encorvado, pintando falos en una televisión…

La patética situación me hizo pensar en lo extraña que la vida, y, en concreto, la mente humana. Nunca sabes qué va a pasar por esa masa de mierda arrugada y reblandecida que llaman cerebro. Eso hacía que la existencia no fuera tan monótona y aburrida, y él tenía demasiada monotonía acumulada, de la que se estaba deshaciendo de golpe. Por eso era mejor dejarlo. De que terminara el ritual, seguro que volvería a la normalidad.

El asunto era cada vez más digno de ser grabado en video, aunque la sorpresa me impidió darme cuenta de ello. Cuando recubrió todo el aparato de las pueriles pintadas, volvió a levantarse, dejando la tiza tirada en suelo. Fue a la cocina, y oí cómo corría el agua al abrir el grifo. Poco después volvió con un cubo lleno de agua y un trapo. Trasladó la televisión al suelo, se arrodilló y comenzó a limpiar sus propios dibujos. Una vez más me quedé pasmado. La locura se supera a sí misma a cada momento.

Y llegó por fin el último acto de una comedia que ni Aristófanes habría ideado. Abrió la ventana de la sala de par en par, subió la persiana y descorrió las cortinas.

«Querrá tomar un poco el aire después de tanto trabajo», me planteé.

Pero, una vez más, estaba equivocado. Fue impactante ver como se agachaba, agarraba la televisión con las dos manos, apoyando parte del peso contra el pecho, y la tiraba por la ventana. Sí, no me he equivocado. La tiró por la ventana como quien tira una colilla.

―¡Ha gritado como una vieja acojonada porque se ha suicidado! ¡Ha gritado como una vieja!
En parte, aquello que gritó era un desvarío, pero por otra parte era cierto. Sí que se había oído un grito. Me asomé corriendo a la ventana y vi, dos pisos más abajo, a una mujer, ya anciana, tendida en el suelo y sangrando por la cabeza. No se movía. La televisión estaba esparcida en varios pedazos alrededor del cuerpo de la anciana.

Pero ahí no acabó la cosa. Aquel colgado remató la escena arrojando el cubo de agua también por la ventana, con cubo incluido, y dejando empapado el cadáver.

Entonces yo no pude hacer otra cosa que mirar de un lado para otro, impactado. Primero a aquella pobre vieja que sólo pasaba por allí, quizá dando un paseo, sin tener nada que ver. Después miraba a aquella persona a la que ya no reconocía. Se había sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y parecía meditar en alguna especie de torpe imitación de posición budista.

Todo aquello era una locura.

Era absurdo.

domingo, 24 de octubre de 2010

Recuerdos

Esto no es más que un recuerdo, un rastrojo del alma que permanece colgando de las lágrimas cuando muere quien fue una gran parte de tu vida, un motivo de alegría, de risa. Compasión, perdón, silencio en los malos momentos, sonrisa cuando el mundo gira demasiado rápido. Me dolió perderla, pero sigue viva mientras una parte de su alma viva en la mía. Gracias por existir abuela, y perdón no ser lo que debí ser.

Tu sangre se dibuja
sobre el mármol negro.
Entre flores de papel
de corazones agrietados
nadan sin ansia todos tus recuerdos.
Y quien vive sin saber qué es vida
te llora,
corazón sonriente.
Que no se pueden cerrar heridas sangrantes...
la sangre del sur,
el murmullo inerte
de un lugar de silencio
se cruzan,
me dejan verte.
Y hoy, un día cualquiera,
me falta la fuerza
para decir "te quiero",
que se echa de menos
a quien dio cobijo
y me robó la muerte.
Que día tras día me falta ese abrazo
que sin yo pedirlo
supiste regalarme.
Que no espero tanto,
no espero riquezas
ni saber cuándo,
ni cómo,
tanto vacío me hará pedazos.
Gracias por el tiempo
que diste a mis manos,
y perdón por no estar
cuando se borró la agonía
de tus ojos asustados.
Por siempre mi alma
te seguirá llorando...

jueves, 21 de octubre de 2010

Regalo al corazón de Marte

Creí en el mundo,
soñé la vida desencajada
del marco epectante.
Di patadas al polvo
y sólo removí mierda,
y con el odio vino,
de resaca,
la histeria.
Y con la envidia cayeron puñales
que cortan y desgarran,
porque pueden,
mil gargantas resecas.

Me contaron el secreto
de comer malas miradas
que se siembran en las aceras.

Esquivo...
Sangrante...
Inútil...
Cobarde...
Bala que estorba...
Expectante...

pero por mucho que rayaba
y apedreaba cristales,
las cenizas,
los rosales,
no duele menos el tiempo
sin tu luna latiendo,
tu corazón de Marte.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Valor

Mirándome desde tu
torre inclinada.
Salta y vuela,
que el miedo no vencerá
a la tierra
fría,
reseca,
muerta...
salta...
a qué esperas...

Incertidumbre

¿Cómo se calla a las manos
cuando son ciegas las piernas?
¿Dónde ver los ríos
inundar las cubiertas
de bestiales mareas?
Donde cabalgan los niños
a la sombra de los galgos,
donde el que tiene todo pierde
y siempre camina descalzo.

Miedo

Mira dónde viven tus miedos,
acechan y sienten,
no importa, si mides la conciencia
con sus gritos, su agonía,
su riqueza que es pobreza
porque el alma no se vende
en mercaos en las aceras.